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Columna
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La codicia y los ángeles

No fue un pastor evangelista o un sacerdote católico sino el presidente de un gran banco de inversiones americano quien atribuyó la crisis del sistema financiero a la codicia de los especuladores que han perseguido un astronómico y rápido enriquecimiento personal mediante la colocación o adquisición en los mercados de nuevos productos cuyo letal efecto ha sido la rotura de los delicados engranajes de la maquinaria bursátil. Esa briosa irrupción de uno de los más antiguos pecados capitales en el mundo de la ciencia lúgubre ha despertado el mismo asombro que habría producido en los modernos laboratorios de química la referencia laudatoria de un Premio Nobel a la teoría del flogisto para explicar la combustión.

El insuficiente control público de un sistema financiero globalizado ha originado la crisis

No se trata de que los economistas ignorasen las virtudes cardinales ni que pasaran por alto el papel de las motivaciones en los intercambios mercantiles. Adam Smith escribió en La riqueza de las naciones (edición de Carlos Rodríguez Braun, Alianza, 1994, página 46): "No es la benevolencia del carnicero, el panadero o el cervecero lo que nos proporciona nuestra cena sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad sino a su propio interés, y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas. Sólo un mendigo escoge depender básicamente de la benevolencia de sus conciudadanos". La metafórica mano invisible del mercado armonizaría esos intereses y cuidaría de la asignación de los recursos.

Sin embargo, Adam Smith también reconoció las funciones indispensables desempeñadas por el Estado en la vida económica: los servicios públicos (justicia, policía, ejército, moneda, carreteras) y las intervenciones gubernativas en caso necesario. Aun siendo indudable que "por naturaleza cada persona debe primero cuidar de sí misma", la competencia con los demás debe moverse en un marco de reglas: "En la carrera hacia las riquezas podrá correr con todas sus fuerzas, tensando cada nervio y cada músculo para dejar atrás a todos sus rivales, pero si empuja o derriba a alguno, la indulgencia de los espectadores se esfuma: se trata de una violación del juego limpio, que no podrán aceptar" (La teoría de los sentimientos morales, edición de Carlos Rodríguez Braun, Alianza, 1997, páginas 180-182).

Así pues, la codicia de los especuladores tiene cabida -sobrada y plenamente justificada- dentro del drama de la actual crisis financiera como motivación humana nacida del interés propio pero lamentablemente dispuesta también a atropellar a sus competidores sin respetar las reglas de juego limpio. Pese a la oscuridad que ha rodeado la incubación y el desarrollo de la crisis financiera pavorosamente agravada en las últimas semanas, hay indicios suficientes para atribuir las más graves responsabilidades a la insuficiente vigilancia de las actividades fraudulentas de los operadores.

Las analogías entre el mercado libre y la democracia representativa, cuyas instituciones son consideradas como el anverso económico y el reverso político de una misma realidad histórica, parten de una común concepción antropológica de sus actores. Los artículos publicados por James Madison entre octubre de 1787 y mayo de 1788 -junto a John Jay y Alexander Hamiltos- en defensa de la Constitución federal aprobada por la Convención de Filadelfia abogaron por la armonización entre los derechos de los ciudadanos y las exigencias del buen gobierno. Según el cuarto presidente de la República americana, "la ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la ambición" y proteger así la división de poderes: "Quizás puede reprochársele a la naturaleza del hombre el que sea necesario todo esto para reprimir los abusos del Gobierno. ¿Pero qué es el Gobierno sino el mayor de los reproches a la naturaleza humana? Si los hombres fuesen ángeles, el Gobierno no sería necesario" (El Federalista. LI, Fondo de Cultura, 1998, página 220).

No hace falta asumir el legado genético del pecado original transmitido por los primeros padres, y ni siquiera estar empapado del pesimismo antropológico tan censurado por el presidente Zapatero, para extender el prudente juicio de James Madison sobre la condición humana desde el ámbito de los comportamientos políticos hasta la esfera de conductas económicas. Las frustradas experiencias en el siglo XX del socialismo con planificación central y propiedad pública de los medios de producción mostró que no existe democracia posible sin libertades de los ciudadanos, ni posibilidades de progreso social y de bienestar material al margen del interés propio como guía del comportamiento de los agentes económicos.

Pero la crisis galopante vivida desde hace un año también enseña otro tipo de lecciones. Por ejemplo, sólo los ángeles evocados por Madison hubiesen podido gestionar honradamente el sistema financiero globalizado que gira actualmente como una rueda loca movida por la codicia y sin control alguno de los Estados nacionales o de las instituciones regionales o mundiales capaces de sustituirlos.

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