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Columna
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El prestigio del fracaso

La propuesta de Montoro de crear un aval de 30.000 millones es una manera de sumar incertidumbre

En busca de alivio y de razón, algunos han dado en aceptar que "de Wall Street ha venido un barco cargado de... crisis". Es una versión actualizada de aquel juego de palabras infantil referido al emporio cubano. Entonces, el estribillo era "de La Habana ha venido un barco cargado de...", y la obligación de los participantes sucesivos consistía en encontrar un vocablo que empezara por la misma letra que el elegido por quien fuera el primero en responder. Pero residenciar las causas fundamentales de la crisis en lugares distantes desazona en nuestro país. ¿Por qué escudarse en las hipotecas subprime y en otros juegos malabares con las acciones, en los ocultamientos de las pérdidas, en las trampas de las auditoras, en los manejos de las agencias de rating y en los fraudes de los gestores más respetados, cuando se puede imputar directamente el origen de todos los desastres al presidente Zapatero?

Así lo ha visto el líder del principal partido de la oposición, Mariano Rajoy, en sus intervenciones sucesivas durante las sesiones de control al Gobierno en el Pleno del Congreso de los Diputados, aferrado cada miércoles a que sólo hay un problema: el presidente Zapatero. Como si su antagonista fuera capaz sin más ayudas de desencadenar la que estamos viendo en Wall Street. A Rajoy le asiste en estos trances su consejero áulico, Cristóbal Montoro, quien en línea con Francis Fukuyama, proclamó hace años el fin de los ciclos en economía, se apuntó al mito del progreso indefinido y sostuvo que los ingresos del Estado se multiplican en la misma proporción en que se reducen los impuestos. Inútil que John Kenneth Galbraith escribiera en La economía del fraude inocente (Editorial Crítica. Barcelona) que el comportamiento de la economía y, en especial, la secuencia y duración de auges y recesiones no puede ser previsto y que no existe indicios de que la reducción de impuestos tenga algún efecto positivo sobre la recesión.

Porque, además, está comprobado que los directivos y accionistas no se gastan la renta adicional derivada de la reducción fiscal y, por lo tanto, la medida carece de efectos sobre la economía. Sucede, amigo Montoro, que el único remedio fiable para la recesión es una demanda sostenida por parte de los consumidores. De donde pudiera ser que, vía rebajas impositivas, haya más dinero disponible para quienes no lo gastan; mientras, al mismo tiempo, se proyectan privaciones para quienes sí lo harían. Así que, como escribe Galbraith y tenemos averiguado, la recesión exige un flujo constante de poder adquisitivo, especialmente para los más necesitados, que son los que con más seguridad gastarán. Otra cosa es que, pese a estar garantizado el efecto positivo, las medidas que favorecen ese flujo son rechazadas por quienes las consideran una compasión inútil.

De otra parte, es de conocimiento general que el sistema financiero se basa en la confianza y que ningún banco sería capaz de resistir una ola de pánico que precipitara a la totalidad de sus cuentacorrentistas ante las ventanillas de las sucursales para retirar sus depósitos. ¿Qué banco sería ese cuyos activos líquidos superaran el pasivo que ha sabido captar? De modo que la quiebra de la confianza del público sobre la disponibilidad permanente que tiene de retirar sus fondos de cualquier institución financiera acarrearía su quiebra instantánea. Por eso, sorprende que Montoro, en su día ministro de Hacienda con el inolvidado Ánsar, es decir, supuesto conocedor de la dinámica del sector, dijera el domingo que el PP propone crear un aval de 30.000 millones de euros para reforzar el fondo de garantía de depósitos. Una manera de sumar incertidumbre que resulta muy de agradecer. Todo ello en línea con la emisora Intereconomía y la bendita Cadena Cope, que vienen propiciando desde sus antenas la caída de alguna Caja de Ahorros para que dé comienzo el ansiado festín.

Volvamos al título de esta columna, El prestigio del fracaso, sobre el que teorizó en su día Oscar Peyrou. Nada produce más entusiasmo entre nosotros, y por eso al conmemorar el centenario del desastre en 1998 estuvimos a punto de incurrir en otro de semejantes proporciones. Se desploman los bancos de más campanillas, los que andaban objetando nuestra modesta economía. Lo hacen en Estados Unidos, en Gran Bretaña, en Francia, en Irlanda, en Holanda y aquí se diría que cunde el desánimo porque las gentes se preguntan qué país de tercera es el nuestro, incapaz de hacer aportaciones en ese itinerario de quiebras. Claro que nada debe descartarse por completo. Tal vez lo que se precisa es que nos unamos en un esfuerzo mayor hasta que logremos incurrir en algún desastre de relieve. Recordemos el entusiasmo que suscitaron las dificultades de la peseta cuando bordeaba el límite de oscilación del sistema monetario europeo. Las emisoras se ocupaban de la cuestión con los mismos tonos anhelantes dedicados a la búsqueda del gol en un partido de la selección. Todo sea por Montoro. Tal vez así se faciliten las movilizaciones sociales que anima.

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