Raros
Los tipos peculiares son tan antiguos como la humanidad -todo el mundo es normal hasta que le conoces-, por eso es previsible que en cada lugar viva algún extravagante. Otra cosa es cuando se convierte en tradición; fíjense si no en Barcelona. De los primeros, un juglar conocido por Jaumet, incapaz de estarse quieto en todo el día, que generó la expresión ser com el cul d'en Jaumet. De los que han pasado al habla popular, Magarrinyes, sujeto muy bajito que a principios del siglo XIX vendía lotería en la calle del Carme. Coetáneo del señor Mirotes, desbaratador de nubes, capaz -según él- de deshacer las tormentas soplando.
Desde el mismo día que fue inaugurada, La Rambla les atrajo como un imán irresistible. Vendedores que hacían las delicias de la burguesía, como Garibaldi y El Pep dels Mistos. Mujeres de la belle époque en su versión cómica o trágica, como La Marieta Enfarinada y La Monyos. Indocumentados que nutrían la bohemia con sus frases ingeniosas, como El Girona Pobre y El Gran Sendil. Y en las primeras décadas del siglo pasado, senequistas del estilo de El Savi Lleonart o cantantes inopinados como El Noi de Tona, que atribuía su presunta demencia al hecho de haber sobrevivido a un fusilamiento.
Menos dramáticas fueron las manías de los utopistas, también abundantes. Por ejemplo, L'Escudellòmetre -parodiado por Rusiñol en una de sus piezas teatrales-, que decía haberse vuelto loco tras el robo de su invento más genial: una máquina capaz de distribuir cocido caliente a todos los hogares. O El Artículos Numerados, vendedor ambulante que recorría incansable La Rambla con unos paquetitos numerados que había que pedir por el número, memorizando previamente la correspondencia de cada cifra con su producto. Para complicar más la cosa, este peculiar comerciante no hablaba jamás con alguien a quien no le hubiesen presentado.
Durante la guerra florecieron los arengadores espontáneos y algún que otro loco recién liberado, que vivía su peculiar verano de la anarquía. Sustituidos en la posguerra por El Hombre de las Palomas y la verborrea desgarrada de La María de la Rambla o de El Despotricador, a quienes se permitía cierta licencia en sus comentarios políticos. Aunque la época dorada para los excéntricos llegó con la Transición y con provocadores de la talla de El Sheriff, de Ocaña o de Lola la Capulla, en los años ochenta sustituidos por el británico Clive Booth, que aún organiza sonadas peroratas contra el establishment; el recientemente jubilado Maradona, y o las televisivas Carmen de Mairena y Amparito de Granada. Hasta auténticos precursores de la escultura humana, como El Hombre de Lata y El Drácula, permutados por los actuales actores estatua, más dóciles y presentables para el Consistorio.
Hoy en día, ante tanta competencia, el personaje no puede pararse a contar su historia. Ya sólo el tetrabrick de vino -perpetuo acompañante del verídico pastor mogol que, hace unos años, se perdió por Canaletes, en pleno agosto y vestido de pieles- distingue al auténtico raro del simple performer. Lo mismo podría decirse de Esteban, un señor mayor que últimamente se pasea desnudo por el centro, cubierto sólo por un tatuaje a modo de calzoncillo. O del tenor (es un decir) que, ataviado con gabardina y corbata, recorre cantando -entre grandes aspavientos- el anden de metro de Passeig de Gràcia.
Es otra época y los individuos peculiares que nos asaltan tienen el marchamo de los tiempos. Ahora hasta para tener manías por la calle hay que pasar un examen, no sea que a las lumbreras del Ayuntamiento se les atragante una facha o un comentario impropio. ¿Qué mejor, entonces, que una muda estatua?
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