"Dime qué dedo quieres que le corte a tu marido"
Un empresario secuestrado en México cuenta el calvario de amenazas y extorsión
Nada más bajar del coche, un Marquís grande y antiguo, seis tipos se le echan encima. No han dado ni las siete de la mañana. José Antonio se encuentra a unos metros de la puerta de su empresa, un negocio boyante dedicado al abastecimiento de materias primas para panaderías. "Cuando noté que me metían de nuevo en mi coche, pensé que se trataba de un secuestro exprés, que me tendrían de un lado para otro hasta que sacaran todo el dinero posible de mis tarjetas de crédito y que luego me pondrían en libertad". Mantiene la calma y la mirada baja hasta que escucha a uno de los captores decirle a alguien por teléfono: "Ya lo sacamos de su empresa". José Antonio se da cuenta entonces de que aquello es un asunto serio. Piensa en tres amigos suyos -hijos de españoles como él- que también fueron secuestrados tiempo atrás en la Ciudad de México. A dos los asesinaron. Al tercero no fue necesario. Bastó con cortarle una oreja y enviársela a su familia.
El presunto autor del rapto huyó antes de entrar en prisión y sigue libre
Son las nueve de la noche. La urbanización donde vive José Antonio está protegida por guardias de seguridad. "¿Adónde se dirigen?, ¿cómo se llaman ustedes?". Sólo la respuesta correcta franquea la barrera. La esposa del secuestrado espera en la puerta. Una docena de hombres -todos de traje, todos con la misma insignia en la solapa izquierda- observa a los desconocidos. Son policías federales. Su misión es que la pesadilla de José Antonio, de 35 años, padre de dos niños pequeños, no se vuelva a repetir. Pero él ya no se siente seguro en una ciudad donde se registran más secuestros que en Bagdad y donde muchos ladrones hacen su trabajo disfrazados de policías.
A pocas cuadras del lugar del secuestro, cambian de coche y se dirigen a una "casa de seguridad". Antes de llegar, le dicen: "Toma esta lata de cerveza y hazte el borracho. Si intentas llamar la atención, te matamos". Ya en la casa, José Antonio es maniatado de pies y manos, vendados los ojos con una cinta que sólo sustituyen por una toalla para darle de comer. Una voz que desde el primer momento del secuestro lleva la iniciativa le dice: "Aquí no hay nombres. A mí me puedes llamar rojo. A los demás llámalos azules. Dame el número del celular de tu esposa".
Ana Luisa sabe que algo no anda bien. Le han llamado de la empresa para decirle que su marido no ha llegado. Coge el coche. Hace su misma ruta para ver si ha tenido un accidente. En eso está cuando suena el teléfono.
-¿Eres la mujer de José Antonio?
-Sí, ¿qué le ha pasado?
-Tengo a tu marido y quiero cinco millones de dólares por él.
"Me eché a llorar", recuerda Ana Luisa, "el secuestrador hablaba tranquilo. Me dijo: 'Si intentas engañarme te iré mandando los dedos de sus manos hasta que empieces a pagar'. Le supliqué que no le hiciera nada, que estaba dispuesta a darlo todo. Me respondió: 'Sí, me darías hasta las nalgas si te las pido, pero sólo quiero el dinero. Dime qué dedo quieres que le corte a tu marido".
José Antonio, ya en su casa, delante de un refresco de dieta, escucha la pesadilla paralela a la suya. También a él lo agarraban de los dedos y le decían: "¿Te parece que le mandemos éste a tu mujer?". Otras veces le apretaban el costado con el hierro frío de una pistola. Pero recuerda otra tortura como la peor: "¿Qué edad tienen sus hijos?", le preguntaban. Cuando respondía que uno y tres años, el secuestrador le susurraba: "Si te matamos ahora nunca se acordarán de ti. Ni sabrán qué cara tenía su padre".
Ana Luisa contrata a Max, un negociador bregado. Deciden no llamar a la policía. Desde el 9 de agosto -fecha del secuestro- al 12 de septiembre -día de la liberación- viven pendientes del teléfono. La negociación es brutal. Graban todas las conversaciones. Ana Luisa permite que el reportero escuche algunas. "Otras son tan duras que ni mi marido las podrá oír nunca". Se acuerda un primer pago. Un chófer de la familia va al encuentro de los delincuentes y les entrega una bolsa. Poco después, José Antonio logra convencer a "Rojo", el secuestrador jefe, de que lo ponga en libertad para recaudar más dinero. Acepta. Le da un teléfono móvil y una instrucción muy precisa. "No lo apagues. Duerme con él. Y no llames a la policía. Si intentas engañarme, iremos a por tu familia".
Lo sacan de la casa de seguridad, le dan 200 pesos -unos 14 euros- para que coja un taxi. La primera llamada se produce sólo unas horas después, de madrugada. "No estás libre. Sólo te hemos dejado para que consigas más dinero". El infierno se prolonga hasta el día 26. Harto de recibir mensajes de terror, abrumado por las exigencias cada vez más inalcanzables, José Antonio decide poner el caso en manos de la policía, que consigue detener al presunto jefe de los secuestradores -un tal Ángel Cisneros Marín, de 36 años-. Lo que sucede a partir de entonces sólo es creíble porque esta historia está fechada en México.
Al día siguiente de la detención, la policía organiza un careo entre secuestrador y secuestrado, sin cristales opacos de por medio. Aunque asustado, José Antonio dice que sí, que aquel tipo de bigote negro y un tatuaje de "la santa muerte" es su captor. "Lo reconocí por la voz. Se hacía llamar Rojo. Y por las manos. Aquellas manos me dieron de comer un día". José Antonio y su familia se van a disfrutar de la libertad. Pero a las pocas horas se enteran de que el tal Cisneros se ha fugado del hospital de Xoco, al que la policía lo había llevado para curarle un hematoma. Tres policías y un médico están detenidos, acusados de colaborar con la fuga.
José Antonio cuenta todo esto desde su casa. Le cuesta sonreír. Su secuestrador está libre. Él sigue secuestrado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.