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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La roja insignia de lo cursi

Con demasiada frecuencia, el crítico de cine (como entelequia) reacciona ante cualquier atisbo de lo que Buñuel llamaba "infección sentimental" del mismo modo que Goebbels al escuchar la palabra cultura: echando mano a su pistola. No me pidas que te bese, porque te besaré -título que, de entrada, da cierto reparo pronunciar en voz alta- es el debut en la dirección del dramaturgo, escritor, actor y guionista Albert Espinosa y su manejo de la ternura -contrapunteado por el humor (a ratos, negro)- demuestra que, en algunos casos, la cursilería no es tanto una debilidad como un privilegio ganado a golpes.

"Yo tuve cáncer de los 14 a los 24 años. Perdí una pierna, un pulmón y medio hígado... Pero siempre he sido feliz", escribe Espinosa en el pressbook de su película: como carta de presentación, el texto es todo un golpe bajo, pero, también, un autorretrato impúdico. Y es precisamente en la impudicia donde esta comedia romántica con discapacitados, onanismos colectivos (y positivos) y amores que no se atreven a decir su nombre encuentra su principal seña de identidad y su toque de distinción: Espinosa, que transmuta su muñón y su pierna ortopédica en elementos expresivos al servicio de su personaje -modulación propia de un arquetipo: el amigo (mordaz) del protagonista-, logra ir desarticulando todo prejuicio y toda resistencia del crítico -por lo menos, de éste en particular- hasta ganar el pulso.

NO ME PIDAS QUE TE BESE, PORQUE TE BESARÉ

Dirección: Albert Espinosa.

Intérpretes: Eloy Azorín, Albert Espinosa, Teresa Hurtado, Roberto Enríquez.

Género: comedia romántica. España, 2008. Duración: 98 minutos.

La clave está en el repelús único e indisociable a la sensibilidad del autor

Levantada a partir de una de las obras teatrales de Espinosa, No me pidas que te bese... tiene a un galán perplejo (Eloy Azorín) que, a cinco días de su boda, decide cumplir el aplazado sueño de aprender a tocar la guitarra, mientras barrunta sobre la solidez de sus afectos. La urgencia le lleva a compartir clases junto a un grupo de discapacitados psíquicos -Espinosa rechaza el término: él prefiere hablar de especiales- que, como quiere el contemporáneo tópico, le enseñarán unas cuantas cosas sobre sí mismo, la felicidad y la vida. Ver a actores profesionales impostando la gestualidad de los discapacitados provoca cierto repelús: también lo provocan algunos interludios líricos, como el del baile de los jardineros o la deriva que lleva al protagonista a contemplar, con más que ambigua delectación, la danza del hermano gemelo de uno de sus compañeros de clase. A ratos, parece que Espinosa esté sometiendo a sus espectadores a una modalidad de repelús (o grima) que nunca antes había sido testada. Y, probablemente, ahí esté la clave: ese repelús es único, irrepetible y forma parte indisociable de la muy marciana sensibilidad de Espinosa, todo un limbo donde conviven en extrañísima hermandad sentimentalismo, ironía, autoficción, cierta épica de la amistad y una nada forzada tendencia a, como cantaban los Monty Python, mirar el lado luminoso de la vida.

No sería exagerado afirmar que No me pidas que te bese... -con sus virtudes, sus defectos y, sobre todo, esa poca vergüenza reciclada en virtud- puede contener ciertas propiedades benéficas para todo espectador: sentirse vencido por una película que concentra todos los signos externos que invitan al rechazo es, probablemente, una experiencia más enriquecedora que rendirse, de entrada, ante aquel objeto de seducción que ya lo tiene todo ganado antes de que uno ocupe su butaca. Al final, el crítico (éste, por lo menos) asume su claudicación ante algo completamente ajeno a la teoría cinematográfica: esta ópera prima, que se quiere parecer tanto a una comedia romántica convencional cuando no lo es en absoluto, en realidad no se parece a nada y en el epicentro de su aparente cursilería se oculta eso tan difícil de falsificar que se podría llamar ángel.

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