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Columna
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La dimisión

No hace mucho, con motivo de la dimisión de Francisco Manuel Silva de su cargo de concejal en el Ayuntamiento de Sevilla, nos preguntábamos un grupo de amigos cómo era posible que un solo acto -la dimisión- provocara lecturas tan diferentes. Para unos, como la oposición del PP en el Ayuntamiento, en especial, para su jefe de filas Juan Ignacio Zoido, el concejal no había dimitido voluntariamente sino impulsado por sus denuncias públicas de corrupción. Para otros, sus compañeros de gobierno, la dimisión ha sido un acto que ennoblece al tal Silva Muñoz. La discusión entre unos y otros se animó bastante. No es frecuente, contando como contamos con una sola vida, ser testigo de la dimisión de un político. Te pueden imputar 10 ó 12 veces; puede incluso que te devuelva Hacienda 3.000 euros a pesar de que muevas en tus cuentas más de seis millones de euros al año, que no has explicado de dónde vienen y si te preguntan, a quien se atreve le llamas hijo de puta. No pasa nada. Eso sí, tienes que ser presidente de la Diputación de Alicante por el PP; llamarte Fabra y tener la suerte de que el juez Zoido que, como bien enseña, dice que la palabra alcalde viene del árabe Al-qadi (juez) insinuando que le queda menos para hacer doblete, no ejerza de diputado en Alicante. Nos animamos. No era para menos; lo que el PP exige en Sevilla, por unas cosas, no lo exige en Alicante por otras, cuando las de Sevilla, esto es el concejal Silva, ha renunciado a su cargo sin estar imputado. Es más, según Mariano Rajoy, el tal Fabra es un ciudadano y político ejemplar. La respuesta que nos dimos fue la de que los políticos en general aplican los criterios de moralidad y ética con mayor o nula rigidez en función de que quienes quiebren las reglas sean adversarios o compañeros. Es un comportamiento que se practica en cualquier ámbito civil, político o político religioso. No es igual la laicidad en Francia que en España. En Francia la bendice el Papa y aquí Rouco Varela. Claro que, tal vez, la pregunta no era sólo aquélla que se despacha con una de doble moral o de hipocresía. Tal vez teníamos que interrogarnos desde otros planos. Y desde este planteamiento; si lo hacemos, si analizamos comportamientos de algunos políticos o de grupos políticos nos podemos contestar que muchas de sus respuestas de defensa o de ataques son porque los políticos en general tienen la sensación de estar bajo sospecha. De esta forma, cuando a un político, sea del partido que sea, se le trinca con la billetera a tope siempre hay un número nada despreciable de compañeros que afirman que le han colocado allí la panoja; que es una maniobra de la Fiscalía o que iba de compras con los 60.000 euros al Carrefour. En lugar de extrañarse por una de billetes o de nepotismo se erigen en valedores de principios; de unos principios que se niegan por los propios hechos que se conocen. Es un juego que destruye el sistema, en cuanto hace que la degradación sea el denominador común de la vida pública y democrática. En fin, que unos y otras, tras la discusión, quedamos con la impresión de que hay dos políticas. Una, la que queremos los ciudadanos como instrumento para que la sociedad se rija y esté presidida por principios y valores que la hagan mejor. Otra, la de algunos políticos, como es la de ser un instrumento de poder y sin valores, usando uno u otros en función de sus propios intereses. En Sevilla un concejal ha renunciado a su cargo. Nada más. Ni ennoblece al dimisionario su renuncia, y menos si lo ha hecho por presiones mediáticas del adversario; ni su dimisión hacen reales las denuncias de corrupción que ha lanzado el grupo popular. La nobleza no es que tus compañeros apuesten por una honestidad que es personal, y no de grupos. Tampoco es propio del Estado de Derecho que ciertos políticos pretendan que sean sus manifestaciones, y no las de la Justicia, las que sirvan para declarar qué hechos son delitos, y quiénes los delincuentes.

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