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Crónica:SILLÓN DE OREJAS
Crónica
Texto informativo con interpretación

Si yo tuviera un martillo

Manuel Rodríguez Rivero

Le robo el título a Pete Seeger, que compuso la canción mucho antes de que el inefable Trini López la convirtiera en un hit (1963) y de que Los Sirex se inspiraran en ella para su mucho más digerible (entonces reinaba en España un fresco general procedente del norte, según célebre chiste) Si yo tuviera una escoba. Bueno, pues si yo tuviera un martillo haría algunos estropicios a diestra y -sí, también- a siniestra. Lo de la intervención del Gobierno federal para nacionalizar las hipotecas basura -con probable impunidad de los que causaron el desastre- se me antoja una auténtica burla. Los "compasivos" neoliberales doctrinarios, que ahora se han lanzado a esta peculiar forma de socialismo for the rich only, saben que los que van a pagar la billonaria cuenta son (entre otros más lejanos) los contribuyentes norteamericanos. Especialmente los pobres: los mismos que ven esfumarse ante sus ojos -vía sangría de dinero público para impedir el naufragio- las posibilidades de reforma de lo que queda de Seguridad Social, incluyendo Medicare y demás seguros no privados. A ver si ahora, en el caso de que triunfe, al señor Obama -cuya campaña ha sido apoyada generosamente por big donors de las finanzas- le va a quedar bolsa suficiente para cumplir con los "tradicionalmente desfavorecidos". Y también me resultan ingenuos los comentarios "liberales" de quienes creen que lo de ahora va a servir, por fin, para una profunda reforma del sistema. Que yo sepa, lo mismo se viene gritando periódicamente desde la época de Dickens, con el amplificador al máximo volumen en 1929 y 1973, y aquí estamos (nosotros no robamos). La presunta alternativa se hundió podrida por dentro, de manera que la izquierda va un poco atrasada de respuestas, pero supongo que llegarán. Mientras tanto, como quería Manuel Sacristán, podemos releer a los clásicos, que no se equivocaron del todo cuando diagnosticaron los males del sistema. Claro que, según cuenta el historiador Tristram Hunt en una biografía de Federico Engels que publicará pronto Penguin (a ver qué editor la compra en Francfort), el camarada de Carlos Marx, hijo de un acomodado industrial alemán, era titular de una importante cartera de valores cuyos beneficios (rezongaba, por cierto, a cuenta de los impuestos que por ellos tenía que pagar) utilizaba para financiar los proyectos de su amigo. Y es que el dinero puede servir para un gigantesco roto financiero, pero también para el descosido de una revolución. Con o sin martillo.

Pornografías

Si hacemos caso al eximio Menéndez y Pelayo -reivindicado fogosamente en los últimos tiempos por ese oráculo intempestivo y revoltoso que es el profesor Rico- el libro objeto de este comentario es "una de las manifestaciones más claras, repugnantes y vergonzosas del virus antisocial y antihumano que hervía en las entrañas de la filosofía empírica y sensualista, de la moral utilitaria y de la teoría del placer". Reconózcanme que la cita del erudito montañés les ha abierto el apetito. Se refiere el adusto crítico -ya no lo demoro más- a Arte de las putas, de Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780), una obra maldita que siempre ha ocupado un lugar de honor en los "infiernos" de las bibliotecas públicas, y sobre la que se ha construido un robusto muro de silencio sólo cuarteado por ediciones baratujas y sicalípticas o "de bibliófilo" -lo que a menudo no es más que la cara sofisticada de la misma moneda-. Ahora lo acaban de publicar en Francia (Editions Dilecta) y los críticos de por allí se quitan el chapeau ponderando esta "pequeña perla de extraños reflejos" de nuestra literatura dieciochesca y libertina, menos conformista y fúnebre -llega a exagerar uno- que la gala. Dejando aparte su significado como exponente de la cara oscura de las Luces -el XVIII fue simultáneamente el gran siglo de la razón y de la pornografía- y sus vertientes claramente pedagógico-burlescas, Arte de las putas sólo resulta divertido si se dosifica su lectura: la reiteración de versos cargados de guarrerías termina produciendo hartazgo. A mí lo que me sigue llamando la atención es, además del pequeño catálogo de putas madrileñas y catalanas (incluyendo los nombres de las calles que frecuentaban), y la abundancia de metáforas taurinas, el episodio (en el Canto II) de la invención del condón por un cura putero ("Iba el reverendísimo cornudo / ardiente, como siempre están los Padres"...) obsesionado con la sífilis, de cuyos efectos se ofrece la más repugnante descripción que yo haya leído nunca (al menos en endecasílabos). Moratín se muestra especialmente fascinado por la eyaculación y el semen, del que sus personajes emiten ingente cantidad. Claro que, según puede leerse en Sex machine; la ciencia explora la sexualidad (Alba), de Édouard Launet, los "grandes eyaculadores" (más de 21 ocasiones al mes) tienen tres veces menor riesgo de sufrir cáncer de próstata que los "eyaculadores medios". Ahora bien: dado que -tal como explica el auto- ese ritmo no puede mantenerse más que en las relaciones sexuales de la juventud, "sería estúpido arriesgarse a sufrir una tendinitis en la muñeca sin estar seguro de obtener beneficios en la próstata". Gracioso, el innuendo, ¿no?

Ligerezas

Siempre he sido un poco mitómano. De manera que me dirigí a la mesa donde cenaban la chica rubia y la morena y les pregunté si les apetecía venirse conmigo a Oviedo, a beber un poco de vino, a divertirnos y (eventualmente) a hacer el amor juntos. Me gané dos sopapos. El tercero me lo propinó mi mujer cuando volví a mi mesa y le relaté lo sucedido. No sé qué es lo que tiene Juan Antonio / Javier Bardem que no tenga yo (quizás disponer de avioneta privada y una voz desgarrada y una villa para pintar y un padre vivo y poeta), pero a mí no me funcionó el truco (seguramente mi rubia y mi morena eran fascistas). Y tampoco he conseguido (todavía) que la ciudad donde vivo se convierta en un evidente cromo patrocinador de alguna película de Woody Allen (como el Londres de Match Point o Barcelona y Oviedo en la última), pero conste que vi Vicky Cristina Barcelona con una bobaliconcísima sonrisa de oreja a oreja, mientras me preguntaba si la edad no me había convertido en un idiota irredimible. Pasé, ligero como una pluma, 96 minutos estupendos (de los 39.420.000 de una vida media): una sensación que se desvaneció definitivamente cuando se encendieron las luces, chas, ya está. Luego llegué a casa y me sumergí en esa breve joya narrativa que es En el café de la juventud perdida (Anagrama), de Patrick Modiano. Aquí la ligereza se hace tan densa y -sin embargo- tan sutil, que deja de serlo. Desde que seguí a Nadja (Breton) por el boulevard Bonne-Nouvelle o a la Maga (Cortázar) hasta la rue de la Huchette no recorría París con tanto fervor como siguiendo a la enigmática Louki a través de una topografía metafísica e inconfundiblemente modianesca. De ella sigo colgado.

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