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Reportaje:EN PORTADA

La prueba de la guerra

Josep Ramoneda

1 El 16 de septiembre de 2001, es decir, cinco días después de los atentados de Nueva York y Washington, el compositor alemán Karlheinz Stockhausen dijo, en una conferencia de prensa en Hamburgo, que "lo ocurrido es, por supuesto -deben entender correctamente esto-, la más grande obra de arte jamás hecha". Sus palabras fueron un estruendo en el clima de duelo imperante. Pocos días después, Stockhausen quiso precisar sus declaraciones en un mensaje a la prensa: "En mi obra yo he definido a Lucifer como el espíritu cósmico de la rebelión, de la anarquía. (...) Después de algunas preguntas sobre los sucesos de América, dije que como plan parece ser la mayor obra de arte de Lucifer". Stockhausen hacía pedazos la idea de que el arte está en armonía con el bien y con la belleza. El mal puede producir una obra de arte, nos decía Stockhausen, escudándose en la figura de Lucifer.

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También la bomba atómica planteó reflexiones parecidas a la de Stockhausen. La explosión atómica es uno de los despliegues de energía más espeluznantes que el hombre es capaz de producir. La belleza del hongo que se eleva sobre el invisible paisaje de destrucción y muerte que acaba de causar, ¿es una obra de arte? Stockhausen, al hablar del 11-S, se centra en el plan: "Preparar un concierto" durante diez años y, entonces, morir. Es un crimen, no hay duda: "Porque la gente no había acordado venir". Pero es "la más grande obra de arte que existe en el cosmos". La belleza de los mil soles de la explosión atómica es una poderosísima imagen que vulnera dos principios convencionales del arte: ni es un acto en sí ni es un acto gratuito, finalidad sin fin o finalidad en sí misma, sino que es el efecto de un acto de destrucción y de muerte. Y es, además, una imagen de ocultación, que esconde la terrible verdad de los inmensos destrozos que ha producido la explosión que la gestó. Sólo cuando el hongo desaparece y la realidad estalla a nuestros ojos: reconocemos lo fundamental, la razón de ser de aquella deslumbrante explosión.

La guerra acompaña a la humanidad desde siempre. No por ello deja de ser una experiencia extrema. Del mismo modo que hace saltar las costuras de la sociedad y que pone al límite a las personas, también hace saltar las costuras del arte y le enfrenta con los mayores interrogantes. Los dos ejemplos anteriores contienen presunciones que afectan a la esencia del arte. Primera: el arte y la belleza no son incompatibles con el mal. Segunda: el arte no es garantía de verdad ni de conocimiento, puede ser un instrumento de ocultación. Cuestiones que en situación de guerra adquieren toda su radicalidad. Por eso es tan compleja la relación entre la guerra y el arte.

2 Durante la mayor parte de la historia, el arte de guerra ha sido de conmemoración, de exaltación, de mitificación. Un arte fundamentalmente político, alejado de la cruda realidad del combate, que trataba de atemperar u ocultar la dura experiencia de la guerra con la exaltación de los héroes, la magnificación de las victorias, la consagración de reyes y emperadores, el enaltecimiento de las patrias. Aunque a partir del Renacimiento empieza a abrirse el ojo crítico, hay coincidencia en señalar a los Desastres de la guerra de Goya, creados entre 1810 y 1816, como una de las primeras representaciones de la guerra que abandona la clave de lo heroico. Y sólo en el siglo XX, con las guerras de masas, empezarían a adquirir verdadero protagonismo el soldado raso, el ciudadano anónimo y las víctimas civiles. De modo que, en cierto sentido, el arte de la guerra es un arte propio del siglo XX, que no en vano ha sido uno de los siglos más sangrientos de la historia y que ha visto además cómo las víctimas civiles de los conflictos bélicos crecían exponencialmente al tiempo que disminuían las víctimas uniformadas. Y, sin embargo, costará mucho que la crueldad y la sordidez del campo de batalla encuentren expresión por la vía del arte.

Con los ciudadanos, llegan a la guerra los medios de comunicación de masas. La representación de la guerra ya no es monopolio de pintores y escultores, entran en escena sucesivamente la fotografía, el cine y todo el aparato audiovisual. La imagen adquiere toda su potencialidad. El protagonismo de los géneros periodísticos será fundamental. Las imágenes de la guerra llegarán directamente a la sala de estar de los ciudadanos. El caso de la guerra de Vietnam marca un antes y un después, porque los efectos devastadores en la opinión pública de las imágenes del campo de batalla hicieron que la derrota de Estados Unidos no fuera sólo militar sino moral. El poder de la imagen -reforzado por la posibilidad de su reproducción indefinida- y su penetración en el interior del espacio privado del interior de las viviendas son una doble novedad del siglo XX que incidirá de modo decisivo en la relación entre arte y guerra. El proceso es complejo: si en un principio las imágenes generan indignación moral y rechazo de la guerra, la multiplicación de las mismas conduce a menudo a su banalización. Y al mismo tiempo, la insaciabilidad del consumo de masas induce a una escalada que Michela Marzano ha llamado horror-espectáculo, que hace difícil la distinción entre realidad y ficción.

Desde luego, sigue existiendo un arte de guerra vinculado al poder, que además, con las tecnologías de reproducción, ha adquirido una nueva dimensión en el siglo XX en forma de propaganda. Los carteles de guerra forman parte del imaginario de la primera mitad de este siglo, al servicio de una nación o de una ideología, de la guerra o de la revolución. Pero en el siglo de la ideología y de los crímenes de lógica, como decía Albert Camus, la diferencia entre la propaganda y la crítica ha sido extremadamente confusa. Cuando Joseph Beuys proclamaba: "El arte para mí es la ciencia de la libertad", estaba tocando algo esencial, porque el arte ha servido a la libertad pero también ha servido a las más diversas formas de opresión. En el siglo del arte comprometido, el compromiso muy a menudo ha sido algo más que una opción de moral provisional, ha sido la apuesta por la ocultación y la falsificación de la realidad. La definición de Beuys me parece idealista y confusa, porque finalmente la única libertad del arte es la del artista. Y el artista libre, como todo ciudadano, puede hacer el bien y el mal, puede ser coherente consigo mismo o profundamente cínico y oportunista, asumir la gratuidad del gesto artístico o actuar con estrictos objetivos comerciales. Todo esto forma parte del arte contemporáneo, porque el artista es un ciudadano como los demás. El juicio sobre el arte, como cualquier otro juicio, está sometido a los sistemas de mediación. Y en la guerra la mediación es enorme y toma la forma de confrontación.

Pero en la historia del acceso paulatino de los ciudadanos a la representación del campo de batalla ocupan un lugar destacado algunos artistas hoy casi olvidados, que en la exposición En guerra (CCCB, 2004) se denominaban la vanguardia literal. Literal en el sentido de que estaban en primera línea de fuego, sobre el terreno. Son los pintores de frente, que han estado acompañando a los ejércitos en los escenarios de la guerra, hasta hace muy poco, y que han ido siendo desplazados por los fotógrafos de prensa. Kerr Eby y Tom Lea, de la Segunda Guerra Mundial, son excelentes ejemplos. Y son también los artistas que estuvieron en el campo de batalla o que sufrieron persecución, como Otto Dix, Georges Groz u Oscar Kokoschka. En la última guerra del Golfo el pintor de frente fue sustituido por fotógrafos encadenados por el control de los militares.

Pero la llegada de la guerra al salón da paulatinamente el protagonismo a los fotógrafos y a las cámaras. En sus manos está la representación de la guerra, pero son unas manos sometidas al sistema de intereses de los media, a la competitividad feroz y a la vigilancia del poder político. La experiencia de la guerra de Vietnam puso en guardia a los estados mayores de todos los ejércitos. Desde entonces, los ejércitos se han blindado más que nunca, la censura y el control han funcionado a tope como se ha visto después en las dos guerras de Irak. A menudo, el verdadero arte de la guerra viene después: Paul Lowe tiene una fotografía extraordinaria de Chechenia en 1994: sobre un fanganal de barro, agua y nieve, la marca de las botas, de los zapatos que huyen y de los regueros de sangre. Las huellas de la guerra.

3 El Guernica de Picasso pasa por ser una de las grandes obras de arte sobre la guerra. Sorprende empero su enorme frialdad, su carácter metálico. Al paso de la barbarie todo es sórdido, como si la humanidad del hombre fuera una ilusión. El arte de la guerra necesita el rostro humano. Necesita mirar cara a cara a los verdugos y a las víctimas. Por eso me parece extraordinaria la foto de Kenneth Jarecke, Cadáver calcinado, de la primera guerra del Golfo. Hay allí el rostro carbonizado de un hombre, embrutecido por la violencia, verdugo y víctima. He aquí la condición humana.

En el siglo XX la guerra ha dado muchas vueltas: empezó con las guerras de masas y terminó con las llamadas guerras limpias (limpias para el atacante que actúa sólo desde el aire), las guerras privatizadas, las guerras terroristas y antiterroristas. Pero el punto de inflexión del siglo, la II Guerra Mundial, llenó de interrogantes al arte. ¿Se puede representar el horror máximo, la última sala del infierno, las duchas de Auschwitz? ¿Puede representarse a las víctimas sin caer en la profanación? Ambas cuestiones se mueven en este extraño territorio de lo sagrado, es decir, de las cosas que merecen protección más allá de la razón. Aunque la radical verdad del exterminio sólo pertenece a las víctimas, probablemente sólo el arte -la literatura ha hecho más que nadie por ello- puede impedir que el horror derive en espectáculo. En el rostro de las víctimas hay las señales para el reconocimiento y para el conocimiento. Creo que los americanos se equivocaron al ocultar las imágenes de las víctimas del 11-S. El icono de aquel acto terrorista fueron las torres y los aviones. Y a veces parece como si lo que se hubiera atacado fuera un símbolo de un modo de vida y no a miles de personas de carne y hueso. Si fuera así, los terroristas habrían ganado en este caso la batalla del arte.

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