Pakistán como lección
Frenar el terrorismo islamista exige una revisión de la estrategia occidental en la región
Pakistán atribuye a Al Qaeda el brutal atentado del sábado en Islamabad, último de una cadena de ataques similares, aunque menos mortíferos. La carnicería del hotel Marriott confirma la progresiva libertad de movimientos del terrorismo islamista en Pakistán y corrobora el inexorable desplazamiento hacia el este, al calor de la imparable guerra de Afganistán, del agujero negro que tenía por epicentro Irak.
No es casual que el ataque suicida se haya producido poco después de la toma de posesión del presidente Asif Alí Zardari, nuevo socio civil de EE UU, tras nueve años del general Pervez Musharraf, en la lucha contra el yihadismo. Y que coincida con una encarnizada ofensiva del Ejército paquistaní contra los santuarios fundamentalistas en la frontera norte con Afganistán, zonas tribales sin ley, ruta de aprovisionamiento y escape de miles de fanáticos que luchan en la guerra afgana y guarida de sus jefes militares. Como telón de fondo, la oposición de los paquistaníes a la alianza de su Gobierno con Washington y un generalizado sentimiento antiestadounidense, agravado por el hecho de que tanto en Pakistán como en Afganistán, dos caras de la misma moneda, cada vez mueren más civiles en operaciones militares (casi 1.500 en Afganistán en lo que va de año, otros tantos en Pakistán en 2007) y en atentados terroristas vinculados a la situación en esa zona crítica que suelda a los dos vacilantes países.
La escasísima aceptación popular de Alí Zardari, un personaje turbio y oportunista, complica la situación. El viudo de Benazir Bhutto, provisional administrador del mito, nunca habría llegado a la presidencia sin la oleada de emotividad que suscitó el asesinato de su esposa en Karachi. Una de sus tareas más delicadas será conseguir la confianza de un Ejército omnipotente y de unos servicios secretos sin el menor control democrático en un Estado nuclearizado. Este contexto envenenado hace urgente un replanteamiento de la estrategia occidental. Ni Washington ni sus aliados de la OTAN en Afganistán pueden seguir fiándolo todo a una exclusiva visión militar cada vez más agujereada. Se necesita una aproximación a la realidad que replantee este papel y potencie exponencialmente la vertiente civil, si se quiere controlar el incendio más allá de todo posible sofoco de uno de los puntos más conflictivos e inestables del planeta.
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