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Columna
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Sus labores

Es cosa de tiempos remotos, cuando la gente se distinguía, no sólo por la apariencia externa, muy simplificada en los términos "varón" y "hembra", vocablo este que definía a la mujer, sin la menor connotación peyorativa. Incluso tuvieron su época de privilegio social las ricahembras. En el lenguaje chulapón de Madrid era un piropo calificar a una señora como "hembra de tronío o real hembra". Atrévanse a escribir, ni siquiera a decir en público tal expresión y se les ha caído el pelo. Muy de estos pagos era la humilde declaración masculina al presentar a su cónyuge: "Aquí, mi señora", con lo que se declaraban -de boquilla, claro está- súbditos, esclavos y devotos de la que más tarde sería compañera sentimental. Incluso el "mi mujer o esposa" destilaba un aire menestral de posesión de algo muy valioso. Rudos y poco finos era calificarlas de "parienta", "jai" o como solía mencionar un amigo abogado: "Aquí, la parte contraria".

Muchas posiciones sociales han perdido el sentido y hemos suprimido el "señor"

Hoy es preciso andarse con tiento, no en términos generales, sino en determinados círculos muy quisquillosos. Muchas posiciones sociales han perdido el sentido y hemos llegado a suprimir el gratuito tratamiento de "señor, señora, doña y don" que pertenecen por derecho propio a quienes cursaron el bachillerato, estudios o carreras civiles, militares o eclesiásticas. Las cartas se dirigen, sencillamente al nombre y apellido, como si todos formáramos parte de un regimiento o de una población penal. Economía bastante cutre, aunque empalagaba un poco la ristra de tratamientos honoríficos que antes era preciso anteponer y que gobernaban el protocolo social. Había excelentísimos, ilustrísimos señores, señorías, eminencias, reverencias y usías. Todo ha desaparecido en poco tiempo, sin necesidad de abolirlo.

Personalmente, y desde mi remota juventud, me molestó el tuteo, que tampoco yo prodigaba sino con familiares y amigos contemporáneos. Recuerdo el fastidio que me producía ser tuteado por el conserje del periódico donde colaboraba, por aquellos tiempos, un buen hombre que se había tomado muy en serio lo de la camaradería falangista. Era inútil que le contestara llamándole de usted, recalcándolo en las parrafadas que cambiábamos, pues éramos vecinos de calle. Un día quemé el último cartucho: "Fulano", le dije. "Hace ya tres o cuatro años que nos conocemos, le estimo y creo que el sentimiento es recíproco. ¿No cree que ha llegado el momento de que nos llamemos de usted?". No le gustó.

Vamos hacia las simplificaciones. Los muy vetustos recordarán la cédula personal como pieza de identidad necesaria para muchas cosas. Era conveniente que estuviera avalada por la pescadería, la tienda de ultramarinos o cualquier establecimiento comercial, y en ella figuraban datos incluso sonrojantes: ¿Sabe leer? No recuerdo exactamente la fecha en que se instauró el DNI, pero fue después de la guerra civil, con la incorporación de la huella digital, pues por extraños motivos, todos los ciudadanos éramos presuntos delincuentes.

Además del sexo, procedencia, nombre de los padres y fecha natalicia se explicitaba la ocupación, el oficio, la situación académica, para incluir a los estudiantes como sector de la población y el domicilio, pues durante mucho tiempo resultaba sospechoso no tenerlo. El colmo del descrédito personal era la despectiva frase del portero o lo consignado en las cartas que no hallaron destinatario: "Marchó sin dejar señas".

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Se consignaba el estado civil, aunque no llegué a conocer la anotación pública de "hospiciano". Soltero, casado, viudo en sus formas genéricas. Recuerdo una anécdota que hoy parece increíble: el gran locutor Boby Deglané, que tantas cosas trajo a nuestras ondas, dirigía un concurso y los participantes acudían al estudio radiofónico, donde el simpático director interpelaba los asistentes, con frases estereotipadas. Se trataba de una mujer joven, en estado de buena esperanza deducible, o sea, no demasiado evidente. Boby, tras enterarse del nombre, hizo la siguiente pregunta: "¿Señora o señorita". Aquella mujer, joven y probablemente atractiva, se le acercó y le propinó un tremendo bofetón, pues consideraba un insulto llamar señorita -palabra preciosa que también ha desaparecido- a una dama embarazada.

Echo de menos otro dato, que acogía con enorme generosidad a buena parte del llamado sexo femenino: "Sus labores". Ahí venía reconocida la abnegación, la utilidad, la generosidad y desinterés con que las mujeres desempeñaban el duro trabajo de dirigir y sacar adelante una casa, una familia. Se han devaluado las labores que hacían nuestras madres, abuelas, tías y demás parientas. No se sustituyó con nada, ni para ellas ni para nosotros.

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