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Columna
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Sálvese quien pueda

José María Ridao

La intervención del Gobierno norteamericano para salvar el sistema financiero supone un cambio radical respecto del papel asignado al Estado en la economía, como no han dejado de señalar los analistas. Atrás empiezan a quedar los tiempos en los que se consideraba que avanzar en la desregulación de un mercado era equivalente a promover su liberalización, un equívoco no del todo ingenuo que está en el origen de esta crisis y que, en el fondo, no ha hecho más que confirmar lo que ya se sabía pero se había decidido olvidar: el mercado, por sí solo, no asigna adecuadamente los recursos ni corrige de forma automática los ciclos de expansión y depresión.

A poco que se hubiera prestado atención a la experiencia económica acumulada antes y después del crash del 29, no era necesario esperar a la explosión de las hipotecas basura para saber que el experimento de desregular el mercado financiero -mientras que, por cierto, no se mantenía un discurso parecido respecto del comercio internacional- acabaría como ha acabado. No por ningún don profético, sino porque si algo han logrado describir los economistas con asombrosa precisión es el patrón que lleva al colapso del mercado que sólo se rige por sus propias reglas.

Lo sustantivo de la crisis viene de Estados Unidos, pero de allí no tiene por qué llegar la solución

Pero las medidas adoptadas por el Tesoro de Estados Unidos para limitar los destrozos están conduciendo, tal vez, a un nuevo equívoco: considerar que, con la intervención, el Gobierno estadounidense no se ha limitado a adoptar una estrategia de emergencia, sino que está definiendo la nueva función del Estado en la economía.

Esto es lo que explicaría la sorprendente coincidencia ante la intervención de los partidarios más recalcitrantes de la desregulación y quienes defienden que las instituciones políticas deben suministrar reglas al mercado. Para los primeros, se trata de una medida que vendría a completar el credo de la desregulación, no a ponerlo en tela de juicio: prescindir de reglas ajenas al mercado, vienen a decir, sigue siendo lo correcto, sólo que este principio debe completarse con la asignación de una nueva función al Estado como garante último de la solvencia del sistema.

Y no está claro que los segundos, llevados quizá por la euforia de que el Tesoro les haya dado la razón, estén insistiendo lo bastante en que el rescate del sistema se trata de un intento de salvar la crisis a la desesperada, cuya eficacia está aún por demostrar. Parece, en cualquier caso, que tanto Obama como McCain están de acuerdo en volver a la regulación.

Sea como fuere, convendría deshacer cuanto antes el equívoco que hay detrás de esta sorprendente coincidencia en alabar la intervención del Tesoro estadounidense.

Entre otras razones, porque deshacer ese equívoco ayudaría a comprender que la intervención no es una panacea milagrosa, sino un remedio que, en la mejor de las hipótesis, salvará el sistema financiero -sin duda, inexorable la prioridad del momento-, pero que tendrá indudables consecuencias sobre la economía real, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo.

Las cifras que el Gobierno de Bush está obligado a manejar para evitar el colapso financiero no salen de la nada, y está por ver en qué se traduce un endeudamiento de estas proporciones, que se suma al provocado por la aventura de la guerra de Irak.

Stiglitz señaló en La guerra de los tres billones el alto coste que ha supuesto para la economía real el esfuerzo para financiar el conflicto en Irak. Y, por descontado, es preferible por razones económicas, políticas y también morales que el esfuerzo se dirija a salvar el sistema financiero que a invadir y ocupar un país. Pero no por eso dejará de tener costes para la economía real, que hasta ahora parecen ausentes de los análisis.

Más allá de cómo evolucionen las cosas en términos económicos, la intervención del Gobierno de Estados Unidos tiene un valor político que tal vez habría que tomar en consideración en Europa y, sin duda, en España: tras identificar una prioridad para hacer frente a la crisis, el Tesoro norteamericano ha adoptado una estrategia pragmática y de gran calado para abordarla.

Esto es precisamente lo que falta por hacer a este lado del Atlántico. Ni se conoce la prioridad adoptada por los Gobiernos y por la UE, ni se sabe, por tanto, de ninguna estrategia pragmática y de gran calado para despejar el futuro. Una parte sustantiva de la crisis llega, sin duda, de Estados Unidos. Pero de Estados Unidos no tiene por qué llegar la solución. Porque, a fin de cuentas, y aunque redunde en beneficio de todos, es su sistema financiero y su economía lo que ha tratado de salvar el Tesoro.

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