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Columna
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La senda constitucional

Amenazados como hemos estado por unilateralismos y bilateralismos varios, el pasado mes de agosto fue dejando caer con alivio mensajes de respeto a las decisiones pendientes del Tribunal Constitucional. Habían proliferado casi con entusiasmo las escenografías del enfrentamiento, por ejemplo, a propósito de la consulta que proponía celebrar el lehendakari tras su aprobación bajo mínimos por el Parlamento vasco. Las preguntas de los periodistas iban siempre en la misma dirección. Trataban de saber cuál sería la reacción del Ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero si la consulta llegaba a celebrarse trasgrediendo las normas vigentes. La respuesta se mantuvo inalterable en el sentido de reiterar que la hipótesis era inverosímil. No tendría lugar.

Fuera de la constitución sólo nos esperaría una bronca empobrecedora y sin sentido

Pero en las páginas de la prensa cundían los análisis que propugnaban la suspensión anticipada de la autonomía vasca, conforme autoriza el artículo 155 "si una comunidad autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España". El procedimiento establece que al Gobierno corresponde requerir al presidente de la comunidad autónoma "y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación de la mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquella al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general". Además, "para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las comunidades autónomas".

Esa particular mixtura de empecinamiento y gusto por el desastre a la que estamos abonados hacía imaginar a algunos el momento de la desobediencia y reclamar por anticipado detalles sobre la mecánica a emplear para corregirla. Por fortuna, de modo pausado en el seno del PNV al que pertenece el lehendakari se fueron dejando oír voces dosificadas a favor de la cordura, empezando por la del alcalde de Bilbao, Iñaki Azkuna, hasta concluir con la del presidente de la formación, Íñigo Urkullu. Celebrémoslo. Al final llegó la sentencia del Tribunal Constitucional, a la que todos han rendido el acatamiento debido. Celebrémoslo de nuevo. Que ahora, quienes se ven desprovistos de la razón jurídica, declaren su intento de recurrir al Tribunal de Estrasburgo, a nadie puede sorprender. Pero antes de que llegue ese pronunciamiento, si fuera el caso, al País Vasco se le cumplirán los días para convocar las elecciones autonómicas y en las listas de candidatos que los partidos habrán de presentar para competir tendremos indicaciones muy relevantes sobre aprendizajes y tozudeces.

Ante el mismo Tribunal Constitucional están presentados los recursos contra el Estatuto de Cataluña y sucede que la doctrina empleada para pronunciarse sobre la consulta intentada por el lehendakari deberá aplicarse en esta nueva ocasión. Verdadero encaje de bolillos sería necesario que hiciera el Tribunal para que algunas de las afirmaciones del Estatuto puedan pasar las líneas rojas que acaban de trazar por unanimidad todos los magistrados. Además, la situación económica y las negras expectativas que se avizoran están reclamando de todos un baño de inmersión en la realidad y un enfoque preferente sobre las prioridades elementales, más allá de las abstracciones en que tanto gusta encerrarse a la clase política, jaleada ruidosamente por los incondicionales en el momento de la Diada pero desasistida cuando la aprobación del Estatuto hace preceptivo un referéndum donde todos los electores están convocados a pasar por las urnas.

Es un mal momento para la lírica, las gentes de a pie se resisten a dar por buenos resúmenes interesados para niños y reclaman que les cuenten las cosas "desde buenas, buenas", como escribe con acertada expresión Joseph Galinek en su reciente novela La décima sinfonía.

El Gobierno deberá aguzar el oído para considerar las razones válidas que asistan a la Generalitat de Cataluña al plantear sus demandas en el ámbito de la financiación autonómica, pero el plano del bilateralismo confederal carece de encaje posible, con independencia del resultado aritmético al que permita llegar.

Hay palabras cargadas que deberían empezar a desactivarse cuanto antes, sin que nadie renuncie a la legítima defensa de sus intereses en el marco de un país común que a todos acoge. Fuera de la senda constitucional sólo nos esperaría una bronca empobrecedora y sin sentido.

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