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Columna
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Salir huyendo

Trato de imaginar, aunque la verdad es que me cuesta, lo que sería que uno o varios de nuestros alcaldes convocaran una rueda de prensa para ordenar a la ciudadanía que cogiera lo más imprescindible y saliera huyendo de sus lugares de residencia porque se estaba acercando la tormenta del siglo. No voy a detenerme en la consideración de que, visto el estado de nuestras carreteras, lo más probable es que aquí a la mayoría de la gente el ciclón le pillara a medio camino, y eso suponiendo -y la experiencia nos indica que es mucho suponer- que por una vez se levantaran los peajes.

El hecho es que un guión así parece inimaginable entre nosotros. A pesar de que hace sólo unos días un temporal dejó sin luz a miles de vascos, y el pasado junio otro causó estragos en Donostia y en varios municipios vizcaínos; a pesar de que acabamos de conmemorar el veinticinco aniversario de unas inundaciones que sembraron la tragedia en Euskadi, provocando más de treinta muertos y enormes pérdidas materiales. A pesar de todo eso, cuesta darle cuerpo o credibilidad a la hipótesis de una llamada de nuestras autoridades a salir huyendo con lo puesto, porque se avecina un ciclón o un tsunami de consecuencias impredecibles. Cuesta hacerse a la idea de que ese tipo de desastres climáticos puedan emigrar, abandonar sus localizaciones habituales, esas zonas mayormente desfavorecidas donde el primer mundo se ha acostumbrado a verles representar sus trágicas obras.

Es inimaginable ver aquí a los alcaldes pedir a la gente ante la tormenta del siglo que deje sus casas

Los desbordamientos de la naturaleza han sido cosa de ella y de siempre: hemos crecido con las noticias de cómo terremotos, erupciones volcánicas, ciclones o riadas causaban estragos sobre todo en las zonas más pobres de la tierra; pero hoy sabemos que esos desbordamientos no son sólo naturales, que están provocados o desatados por la mano humana, que son los efectos secundarios de un modelo de vida depredador, agotador del medio ambiente. Y una vez asumida esa causalidad, lo que resulta evidente es que el primer mundo ha creado el grueso de los problemas medioambientales mientras que los países menos desarrollados o más desfavorecidos del planeta pagaban el grueso de las facturas. Ese modelo agresivo e injusto lo hemos llevado, sin apenas rectificación, demasiado lejos; y ahora estamos, más que en el ojo, en el cuerpo entero del huracán de un calentamiento global cuyas consecuencias mal que bien, poco o mucho, ya empezamos a notar todos. Y en todas partes. Y entiendo que la clave está precisamente en la globalidad; que el cambio climático va a suponer una progresiva inmigración hacia el primer mundo de los desastres naturales, una deslocalización invertida, de allá para aquí. Como si la Naturaleza en su aplastante sabiduría hubiera comprendido que los países más desarrollados tienen que sufrir climáticamente en sus propias carnes para que las cosas cambien de verdad, porque si sólo ven sufrir en carne ajena no se mueven, o lo hacen de una manera tan lenta e ininteligible que es como si no se movieran.

En fin, que hoy me resulta todavía difícil imaginar a Odón Elorza, Iñaki Azkuna o Patxi Lazcoz compeliéndonos a evacuar con toda urgencia nuestras ciudades, pero mucho me temo que esa imaginación va a ir ganando en facilidad y argumentos plausibles, que va a ir dotándose de una consistencia de verosimilitud cada vez más espesa, más pesada.

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