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Columna
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La otra memoria

Adorno escribió: no combatir o rememorar o conservar lo que fue el pasado, sino cumplir sus esperanzas. El 11 de septiembre es una fecha demasiado rememorativa. Entre la nostalgia de agravios históricos del centralismo y la incomprensión estatal actual ante las reivindicaciones económicas estatutarias se nos han perdido las esperanzas. Y ante la deriva uniformadora que se ha impuesto en los aparatos del Estado y en amplios sectores de la opinión pública parece pertinente que desde la periferia se reaviven las esperanzas que movilizaron a distintos pueblos de la Península contra el franquismo y por la democracia. Una de ellas, y no la menor, la de la autodeterminación.

La Diada ha coincidido con la sentencia del Tribunal Constitucional, que como es bien sabido es una autoridad independiente y que no actúa por intereses o prejuicios políticos, declarando ilegal la consulta promovida por el Gobierno vasco. Es una sentencia que resulta tan esperada como sorprendente. Se puede considerar la consulta poco oportuna políticamente y razones hay: fractura el frente antiterrorista, divide al Parlamento vasco, genera una expectativa destinada a verse frustrada en el marco legal elegido. Pero prohibir a una asamblea electa que consulte a la sociedad que la ha elegido la pertinencia de una iniciativa política, una consulta no vinculante y que se concreta en abrir un proceso negociador que pretende el reconocimiento de un "derecho a decidir" sobre su futuro no es fácil de entender en una democracia y menos en un marco político-legal que reconoce las nacionalidades.

PP y PSOE sólo captan la subordinación o el separatismo. Por ello, hay que amenazar con la autodeterminación para negociar una solución federal

Todos los partidos democráticos y organismos unitarios durante la dictadura reclamaron el derecho a la autodeterminación. La Constitución no puede cerrar puertas a la libertad. Y principios generales hay en la misma Constitución y en la Carta de derechos humanos que España ha suscrito que legitiman ese derecho. Más incomprensible es cuando la sentenciada consulta sólo solicitaba la opinión para negociar otro tipo de relación con el Estado. No soy nacionalista, tampoco nacionalista español. No creo que la mejor solución para los pueblos de España sea que cada uno se independice. Pero tampoco me parece admisible que una coacción exterior impida a una colectividad que lo desee alcanzar un mayor grado de autonomía. Y el argumento jurídico de que correspondería al "pueblo soberano" de toda España decidir el futuro del País Vasco es una broma sin gracia.

No nos engañemos: en Europa no es independiente ni soberano nadie. Y tan anacrónico es reclamar la soberanía de España como la de cualquiera de sus nacionalidades. Y observando la emergencia renovada de pueblos y nacionalidades en toda Europa también resulta anacrónico mantener posiciones jacobinas y no reconocer las vocaciones de autogobierno de entidades territoriales cuyo sustrato no es sólo histórico y cultural, sino también económico. En estos territorios aparecen actores sociales interesados en conquistar una cuota de poder político superior: la globalización genera reacciones identitarias y una mayor competencia entre los territorios de ámbito subestatal.

No deja de sorprender tampoco la mansedumbre catalana, comparada con la vasca, a pesar de que su posición relativa en España es más desfavorable y la cohesión política y cultural, sin el chantaje terrorista, mayor. En la década de 1970 nadie discutía, en el escenario democrático, la legitimidad irrenunciable de la autodeterminación. Este derecho no significaba para la mayoría de las opciones políticas la independencia, pero sí un grado de autonomía incomparablemente mayor que el estatutario, especialmente en lo que se refiere a los recursos y a la definición de competencias que no pudieran ser reabsorbidas por los gobiernos centrales. Se renunció a la autodeterminación cuando mantener este derecho es lo único que nos da fuerza para negociar un encaje más favorable en el Estado. Se pueden aceptar avances limitados como los dos Estatutos. Pero es inaceptable renunciar a las esperanzas.

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En España la cultura federal, excepto en Cataluña, es casi inexistente. Y en todo caso los partidos estatales principales son incurablemente analfabetos en federalismo. Como sólo entienden subordinación o separatismo hay que amenazarles con la autodeterminación para llevarles a negociar una solución federal. Una iniciativa paralela de instituciones y sociedad civil convocando formas de movilización y consulta popular reivindicando la autodeterminación podría frenar la dinámica uniformista actual.

En este periodo de crisis cíclica no parece el más adecuado para este tipo de iniciativas. Creo lo contrario. En estas situaciones, las políticas públicas requieren más proximidad y más cooperación entre actores públicos y privados. Barcelona fue consciente de la necesidad ineludible de más autonomía, competencias y recursos cuando coincidió el inicio de la democracia con una crisis mucho más grave que la actual. Por cierto: en todo este lío autonómico, la ausencia de la ciudad capital como un actor protagonista resulta una omisión escandalosa. Mientras las esperanzas se marchitan, cuando el futuro del país está en juego, el cap i casal nos propone un tranvía por la Diagonal como gran proyecto. Me parece bien y lo defendí ante colegas del Ayuntamiento cuando se planteó la idea hace una década. Si se opta por el transporte colectivo de superficie hay que asumir que se penaliza al coche privado. Pero es en estos momentos cuando una ciudad como Barcelona debe plantear proyectos ambiciosos. Como una propuesta compleja de grandes infraestructuras vinculada a la construcción de la Eurorregión. Un proyecto vinculado a una esperanza.

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