Un mundo de juguete
Parece ropa de Barbie. Tiene el tamaño de la muñeca rubia, y su diseño realista. Podría ser su tenida para la playa o su traje de exploradora. Pero en realidad, es un uniforme de campaña de las SS. También están disponibles los accesorios, como pistolas Luger en miniatura. Y los ejemplares más modernos vienen mejor equipados. Uno de ellos trae un M2 con culata recargable, tres cuchillos y un AK 47. Con todo eso, uno puede sobrevivir a un verano en Kabul. Pero no tengan miedo: esto es sólo una feria de juguetes.
Y sin embargo, no hay niños entre los compradores que se dan cita cada primer domingo de mes en la barcelonesa plaza de Masadas de Sant Andreu. Los asistentes a la feria son todos adultos, y algunos de ellos llevan tatuajes agresivos y cazadoras de motorista.
-Es que un tatuado macarra- me aclara Juan Carlos Castillón-, si le añades una esposa gorda y un juguete bélico, puede ser un tipo muy tierno.
Mi guía en la feria no lleva tatuajes, pero tampoco es un algodoncito de azúcar. Castillón ha publicado historias sobre neonazis, traficantes y conspiraciones de todo el mundo. Ha vivido en Centroamérica y Miami. Y acaba de publicar Extremo Occidente, una historia personal de los Estados Unidos. Juan Carlos puede decirte qué calibre de rifle necesitas para un magnicidio en una catedral, qué uniforme preferían las prostitutas en los alrededores de la batalla de Stalingrado o qué sombrero llevaban los fascistas que acabaron tomando Etiopía. Y en la feria, se mueve como en su casa, o más bien, como en su teatro de operaciones en miniatura.
-Mira este carro de combate -señala en un puesto-. Éstos los producía Rolls Royce. Y más allá hay unos fusiles marca Rockola. No eran fusiles especialmente buenos, pero venían con el logo Rockola, así que se han vuelto muy preciados para los coleccionistas. La guerra siempre ha sido un negocio atractivo para todas las ramas industriales.
Sin embargo, como la mayoría de los asistentes, él viene a la feria en busca de su niñez. Aquí hay muñecos articulados Madelman que representan torpederos, porteadores africanos o soldados árticos. Y piezas de Scalextric. Y extraterrestres. Las chicas, ya no tan chicas, prefieren colecciones con nombres como Mi vajilla, Mi cristalería o Mi cocina.
-Los niños españoles de los sesenta fuimos los primeros que teníamos juguetes -dice Castillón-, porque fuimos los primeros que consumían. Nuestros padres habían vivido la miseria de la posguerra, pero nosotros podíamos comprar mecanos o pistolas. En el peor de los casos, por cinco pesetas te daban una bolsa con soldaditos de plástico de la legión francesa.
Los juguetes no son inocentes. Narran las historias de los países, o al menos, las partes que tienen demanda. Uno de los puestos vende muñecos de la historia española fabricados durante el franquismo. Los había de moros contra cristianos, e incluso se intentó -con poco éxito- una serie de conquistadores contra aztecas. Pero según Juan Carlos, nunca los hubo de la Guerra Civil. Lo más moderno que encontramos es un batallón de Húsares de Pavia, que él sospecha que son en realidad simples confederados de la guerra de Secesión repintados.
En cambio, la industria juguetera alemana abarca todo su pasado. Las casitas de los paisajes para los trenes, que parecen tan apolíticas, son del estilo de la reconstrucción tras la II Guerra Mundial. Las miniaturas de bombarderos de la I Guerra son sobre todo de ese país. En un puesto, incluso hay señores feudales teutones con cabezas de venado en los cascos.
Los alemanes también tienen la estética militar con más demanda: la nazi. Los tanques, bombarderos y uniformes de los cuarenta proliferan por los puestos. No obstante, en la feria de Masadas hay lugar para todo el que haya empuñado un arma: las guerrillas coreanas, el ejército de Jerjes, los cosacos ucranianos, pasan aquí de mano en mano, listos para reescribir la Historia en la habitación de algún niño de cincuenta años.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.