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La carrera hacia la Casa Blanca
Columna
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Satán entra en campaña

Lluís Bassets

Han pasado siete años y muchas cosas han cambiado desde entonces, pero es evidente que las heridas no han quedado cerradas. Cada aniversario acarrea una renovación del luto y del pesar, sobre todo para los supervivientes, los centenares de heridos, algunos todavía graves, y para los familiares y amigos de quienes murieron. Hoy Barack Obama y John McCain estarán juntos allí, en la Zona Cero, para recordarlos. La memoria viva de aquel 11 de septiembre será larga, muy larga. Pero hay una herida todavía más extensa, más profunda, que tampoco ha quedado cerrada y que marca la época. Estados Unidos fue atacado en su propio territorio, en sus dos capitales, la política y la económica. La primera superpotencia, vencedora de las tres guerras del siglo XX, se sintió vulnerable por primera vez en su historia, y reaccionó en consecuencia y más allá de toda consecuencia. Toda la presidencia de George W. Bush ha quedado marcada por aquel ataque y por la reacción que siguió.

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No hay diferencia entre Obama y McCain sobre esta cuestión. EE UU es un país en guerra. Así se lo dijo el senador afroamericano al periodista de la conservadora cadena Fox cuando éste se lo preguntó de sopetón ante las cámaras. Las diferencias se refieren a la amplitud del campo enemigo. Obama cree que está formado por Al Qaeda, los talibanes y las redes de radicales islamistas; pero sitúa aparte al Irán de Ahmadineyad, entre quienes merecen una sabia combinación de palo militar y de zanahoria diplomática. McCain en cambio prolonga en buena medida la visión maniquea de Bush, hasta hacer una amalgama entre los terroristas, quienes les ayudan e incluso quienes pueden simpatizar o sentirse tentados a aprovecharse de su acción antiamericana.

Las diferencias entre Obama y McCain tienen traducción metafísica, como se comprobó a mitad de agosto con ocasión del doble interrogatorio al que les sometió el pastor Rick Warren, en su iglesia de Saddleback, en California. ¿Existe el mal?, inquirió el predicador. Obama respondió con generalidades perfectamente razonables y una apostilla moral curiosamente tópica del pensamiento conservador acerca de los males que pueden producir las buenas intenciones. McCain, en cambio, fue más enfático y directo. Claro que existe, debe ser derrotado y aquí está el veterano guerrero que lo conoce y lo ha sufrido en sus carnes para perseguirlo hasta las puertas del infierno. El neocon Bill Kristol, en su columna para The New York Times (18 de agosto), aclaró cómo se entenderían los matices de Obama en su campo. Sería interesante que Warren hubiera repreguntado si EE UU en particular, en los últimos años, en casa y fuera, ha hecho el mal en nombre de la confrontación contra el mal. ¿O acaso el problema abrumador no ha sido la reticencia a enfrentarse efectivamente al mal, en Darfur, en Ruanda o en el Afganistán anterior al 11-S?.

Para esta visión de la historia, los siete años de desperfectos en el orden jurídico internacional no cuentan. Tampoco la erosión de la imagen de EE UU en el mundo. Ni siquiera las violaciones de los convenios internacionales sobre derechos humanos y sobre la guerra, además de la propia legalidad constitucional norteamericana. Lo único que importa, y que hay que proseguir, es la política de la gran estaca en respuesta a la agresión terrorista y a la afrenta recibida. Aunque McCain no comparta con Bush algunos excesos, no concibe ningún final que no sea un desfile de la victoria por la Quinta Avenida, que permita proclamar la derrota del enemigo terrorista. Obama, en cambio, está más cerca de los europeos, entre los que no cuaja la idea de una guerra contra un enemigo tan evanescente, pues no refleja la complejidad de los métodos militares y civiles, políticos y culturales, que hay que desplegar para evitar la repetición de atentados como los de hace siete años y todavía menos que Afganistán e Irak sean sus dos principales frentes.

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El economista y columnista del Financial Times Martin Wolf ha apuntado que esta elección presidencial podría determinar la naturaleza de la próxima y quizás última etapa de hegemonía global anglo-americana. De un lado, la posibilidad de que EE UU se prepare para una gran cruzada contra un impresionante eje del mal, que ligaría China con Rusia, Irán con Osama Bin Laden; del otro, quienes estarán dispuestos a sentarse en una mesa con el resto del mundo para discutir. La continuación de la política internacional de Bush seguiría así acelerando el declive norteamericano en el mundo; y ahí está la desenvoltura de Putin en Georgia para probar hasta qué punto ha perdido Washington su autoridad como superpotencia.

Sabemos que Obama, si vence, quiere hacer una política exterior distinta, más equilibrada, menos obsesionada por la idea de un frente bélico en el que hay que vencer. No será, por supuesto, tan distinta de lo que muchos quisieran, pues ni será tan fácil salir de Irak en 16 meses como promete ni está tan claro que la panacea sea trasladar a Afganistán el frente central de la guerra contra el terror. Pero a 11 de septiembre de 2008, pasados siete años desde los ataques terroristas sobre Nueva York y Washington, el problema es saber si se puede ganar las elecciones de un país que cree estar en guerra con la idea de que la diplomacia y la política sustituyan a la lucha entre el arcángel y el diablo. Si juzgamos por las palabras de Obama, ni él mismo parece creerlo.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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