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Reportaje:LIBROS | Poesía-Ensayo

La aventura absoluta de Marina Tsvetáieva

"Para vivir un día es necesario / morirse muchas veces mucho", escribió Ángel González, y sin duda la poeta rusa Marina Tsvetáieva (1892-1941) se ajusta a esa idea como muy pocos escritores del siglo XX, entre ellos otras víctimas del totalitarismo como Osip Mandelstam o Anna Ajmátova, que fueron sus compañeros de viaje tanto a la hora de escalar la montaña de la fama como a la de bajar las escaleras del infierno. Algunas de sus muertes fueron físicas, y de hecho acabaron por llevarla al suicidio, que ella consideraba "el heroísmo del alma que se transforma en heroísmo del cuerpo"; pero otras fueron literarias, porque su obra ha sufrido tantos olvidos y censuras que casi parece un milagro que haya logrado abrirse paso y llegar hasta nosotros. Por fortuna lo ha hecho y sus libros no le faltan a ningún idioma importante. Tampoco al nuestro, y más ahora, porque si en España ya había sido traducida y publicada una parte muy sustancial de su trabajo, ahora esa presencia se aviva con cuatro libros simultáneos que se van a encargar de recordarnos que la autora de Indicios terrestres o Carta a la amazona es una de las escritoras más intensas y originales de su tiempo.

No creía en el realismo socialista sino en la aristocracia de la cultura. "La altura, como igualdad, no existe; sólo como supremacía"

El primero de esos libros es una magnífica puerta de entrada a Marina Tsvetáieva, porque se trata de una antología de opiniones entresacadas de toda su obra, que dan una idea de su carácter y de su forma de ver la literatura: Locuciones de la Sibila (Ellago Ediciones. Castellón, 2008). Entre otras cosas, esta colección de sentencias es una emocionante demostración de la fe en la literatura de esta mujer admirable que siguió escribiendo, contra viento y marea, hasta llegar al mismo borde de la muerte. Un borde que estaba lejos, al otro lado de una sucesión de desgracias que casi siempre fueron producto de su lealtad a algún perdedor, y especialmente a su marido, un menchevique que había sido oficial del Ejército Blanco y que decidió regresar a la Rusia soviética, de la que ambos habían escapado tras la Revolución de 1917, en busca de su infortunio y el de su familia. Tsvetáieva lo sabía, y lo dice en una de sus Cartas de Wilno (publicadas en España por ediciones Maldoror en el año 2006), donde expresa su convencimiento de que la vuelta a casa será su perdición, porque allí será recibida como un enemigo que no comulgaba con la retórica soviética, entre otras cosas porque no creía en el realismo socialista sino en la aristocracia de la cultura, puesto que "la altura, como igualdad, no existe; sólo como supremacía"; pero aun así se dejó guiar por el fatalismo: "No puedo no marcharme pero tampoco puedo no regresar: así es como un hijo le habla a su madre y un ruso le habla a Rusia", dice uno de los fragmentos de Locuciones de la Sibila. Por el fatalismo o por el desinterés de quien se sabe extranjero por naturaleza, como dice en un poema de 1934: "¡Nostalgia de la patria! ¡Desilusión / revelada hace tiempo! / Me da absolutamente lo mismo... / el dónde, si es para estar sola. / (...) No me dejaré seducir por mi lengua materna, / ni por su promesa de leche. / ¡Me es indiferente en qué idioma / no he de ser entendida por nadie!". La verdad, no es que su exilio en Berlín, Praga o París hubiera sido un camino de rosas, pero su retorno a un país que según ella se había entregado al mal y en el que se demostraba que "cuando a la gente se la despoja de su rostro amontonándola, primero se convierte en rebaño y después en jauría" fue una catástrofe: su esposo y su hija fueron encarcelados, ella no volvió a publicar, su otro hijo, Georgi Efrón, se convirtió en un egoísta histérico que la torturaba día y noche, que al final fue movilizado para luchar en la II Guerra Mundial y que murió en 1944, a los 19 años. Ese último latigazo del dolor ya no lo sufriría Tsvetáieva, que en 1941, tras ser evacuada a Elábuga para escapar de la invasión alemana, se quitó la vida ahorcándose con una soga que Borís Pasternak le había dado en la estación de tren de Moscú para que atase su maleta. Lo último que hizo en su vida fue pedir un trabajo como friegaplatos en el comedor de los escritores y redactar una despedida para Georgi: "Perdóname, pero seguir sería peor. Estoy muy enferma, ésa ya no soy yo. Te quiero con locura. Comprende que ya no podía vivir más tiempo". Esa nota está incluida en el tomo En el país del alma, una antología de sus cartas que acaba de aparecer en La Poesía, Señor Hidalgo y en la que podemos seguir su intenso diálogo epistolar con Anna Ajmátova o el propio Pasternak, entre otros muchos.

En cuanto a su fe en la poesía, quién sabe si llegaría tan lejos como para incluirse a sí misma en la idea de que "la muerte de cualquier poeta, aunque sea la muerte más natural, es antinatural, es decir, un asesinato, por eso es infinita, ininterrumpida, y dura eternamente, en todo momento". Lo intuyera o no, su obra también ha quedado para la posteridad como una de las más notables del siglo XX, en especial sus nueve poemas largos, tres de los cuales ya estaban publicados en España por Hiperión, los conocidos Carta de año nuevo, Poema del fin y Poema de la montaña, y a los que ahora se unen, en un tomo de la editorial argentina Paradiso, los seis restantes: En el caballo rojo, Zar-Doncella, Poema de la escalera, Cazador de ratas, Ómnibus y Campamento de cisnes. Si unimos estos volúmenes a las muestras de su poesía breve publicadas por Visor, Galaxia Gutenberg, Hiperión o Rubiños, tendremos una buena visión de conjunto de su obra en verso, que en algún caso adoptó forma teatral, como en Ariadna, que también está disponible para el lector español en el sello Ediciones del Oriente y del Mediterráneo.

El lento drama de Marina Tsvetáieva vuelve a recordarse al leer el extenso capítulo que dedica Tzvetan Todorov a analizar su vida y su obra en Los aventureros de lo absoluto, publicado por Galaxia Gutenberg, un ensayo extraordinario en el cual la autora de El poeta y el tiempo comparte protagonismo con otros dos creadores irreductibles: Oscar Wilde y Rilke. Con este último y con Pasternak, como se sabe, cruzó una correspondencia célebre sobre amores platónicos, analogías literarias y amistades oníricas que se identifican en unas líneas de Tsvetáieva al autor de Doctor Zhivago que reproduce Todorov: "Mi forma predilecta de comunicación es la del más allá: el sueño, ver en sueños. Después, la correspondencia. La carta como una forma de comunicación del más allá, menos perfecta que el sueño, pero sujeta a esas mismas leyes". En el país del alma brinda muchos ejemplos de hasta qué punto Tsvetáieva no bromeaba cuando escribió eso. Sin duda, para ella la escritura era el último refugio de un mundo guiado por la falta de principios, la hipocresía y la crueldad en el que, como leemos en Locuciones de la Sibila, pronto se descubre que "para no ser culpado, hay que convertirse enseguida en acusador".

La última novedad sobre la autora rusa que acaba de publicarse en España es La librería de los escritores (Ediciones de la Central), un diario de la escasez que resume la historia de un local que con ese mismo nombre abrieron en Moscú, en régimen de cooperativa, el escritor Mijaíl Osorguín y algunos colegas, al poco de triunfar la Revolución de 1917, para que sirviera de refugio a ciertos intelectuales que ya pasaban de camaradas a sospechosos y fuese una respuesta a la penuria que se vivía en aquellos tiempos en los que publicar libros era un lujo inalcanzable y la censura se adueñaba de las promesas de libertad con una eficacia siniestra. El novelista Osorguín y algunos amigos decidieron capear el temporal, primero, a base de publicaciones clandestinas y, más tarde, cuando todas las imprentas fueron secuestradas, haciendo manualmente pequeñas tiradas de libros manuscritos. El volumen que ahora se publica en España reúne un texto en el que Osorguín cuenta su aventura, unas ilustraciones del novelista y pintor Alexéi Rémizov, y una serie de poemas de Tsvetáieva, que se ofrecen, junto a su traducción, en versión facsimilar, hecha a mano, y en los que hay versos tan simbólicos como éstos: "Pero el rugir del agua compone una canción / sobre cómo murió, marcado por la estrella... / -¡Llora, Amor! ¡Llora, Mundo! ¡Tú, juventud, / lamenta!". Osorguín y sus camaradas mantuvieron viva La Librería de los Escritores hasta 1922. La obra de Marina Tsvetáieva sigue abierta a todas horas para los lectores y sigue siendo una mina de inteligencia, lucidez y excelente poesía, como evidencian estos libros que ahora llegan a las mesas de novedades y que demuestran que, al contrario de lo que creyó Ángel González, sólo se mueren mucho los que no supieron vivir tantas veces tanto. Y, además, como dice Tsvetáieva, "¿en base a qué indicio se establece la vida o la muerte de un escritor? ¿Acaso X está vivo y es contemporáneo porque puede ir a una reunión y Marcel Proust está muerto porque ya no puede ir a ninguna parte? De esa forma sólo se puede juzgar a los velocistas".

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