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Columna
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Licencia para llorar

La línea que separa la vida de la muerte es muy frágil, veleidosa, incierta y traidora. La vieja de la guadaña anda siempre revoloteando por ahí a ver a quién puede llevarse. A veces viene disfrazada de cáncer o de accidente de circulación y va matando al azar a quien se le antoja. Otras veces llega a lo bestia. En Madrid tenemos bastante experiencia de tragedias múltiples en los últimos tiempos. Estamos acostumbrados a las lágrimas en la intimidad e incluso en público porque hemos sufrido múltiples barbaridades. La que segó más vidas, 191, llegó de la mano del terrorismo islámico el 11 de marzo de 2004. Jamás olvidaremos aquello.

Ahora la tragedia nos ha venido por el aire, en Barajas, con 153 muertos, en circunstancias que tardarán meses en aclararse. Hace 25 años ocurrió el más grave accidente aéreo que hemos sufrido en Madrid: un aparato de la compañía colombiana Avianca, poco antes de aterrizar en Barajas, tuvo problemas en la cercana localidad de Mejorada del Campo y murieron 183 personas. Pocos días después (7-12-1983) colisionaron en Barajas un Boeing de Iberia y un DC-9 de Aviaco: 93 muertos. La conmoción mayor en el territorio nacional ocurrió el 27 de marzo de 1977 en el aeropuerto de Los Rodeos (Tenerife), al chocar un avión de KLM con otro de Pan American: 558 muertos. También dejó pasmada a la gente el brutal accidente de un avión en el monte Oiz, en el que perdieron la vida 148 personas el 19 de febrero de 1985.

Comentando estas cosas en un bar de barrio, a un estúpido se le ocurrió decir: "Esto es un castigo divino". La media docena de parroquianos defecamos encima de él con la mirada. Uno se atrevió a increparle de este modo: "¿Por qué no te callas? Tú y tu dios deberíais haceros un chequeo psiquiátrico, melón. Y que te corten la lengua, guapo".

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