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LLAMADA EN ESPERA | ARTE
Columna
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Pintadas sobre el Coliseo

Estrella de Diego

Tuvo razón Robert Motherwell al plantear dos opciones para los artistas neoyorquinos de los cincuenta: irse a París o tumbarse en el diván del psicoanalista. Tal vez ni siquiera a ellos, los miembros del Expresionismo Abstracto, les hacía gracia el papel que les había tocado vivir: representar un arte inconsciente, pasional, desgarrado... "Hay que pintar con dos pelotas", dicen que decían algunos de los artistas próximos al grupo. Hay que pintar, en suma, como los grandes pintores, epítome del creador inspirado que cifra su masculinidad, también, en las grandes pinceladas y los trazos matéricos.

Por eso cuando aparece la generación del Black Mountain College, evento de los primeros cincuenta donde suele cifrarse el inicio de ciertas prácticas performáticas, el aire se corta porque la imagen del artista se fragiliza. Y las superficies se borran y se hacen blancas: quién lo hubiera dicho en medio de todo aquel exceso. Allí están Cage, el codificador del silencio como música, y el pop Rauchenberg. Será este último quien convenza al joven Cy Twombly de que asista al temprano happening. Se han conocido en Nueva York, como estudiantes de la Art Students' League, y han emprendido luego un viaje por Europa y el norte de África. Entre las ciudades visitadas aparece Roma, que está a punto de convertirse en la casa definitiva de Twombly.

Se establece allí a finales de los años cincuenta. Alquila un estudio con vistas al Coliseo y empieza a distanciarse de forma eficaz del punto de partida, el Expresionismo Abstracto, quizás porque además de las dos soluciones propuestas por el rebelde Motherwell, uno de sus maestros, Roma podía resultar una salida digna contra el aburrimiento.

Así que se pone a mirar las pintadas de los baños y los graffiti en los monumentos. Se pone a mirar los monumentos y a leer las historias sobre la Historia y poco a poco va creando un estilo personal que encuentra, si acaso, eco en las generaciones posteriores que corren también tras la huella de un sueño: romper las fronteras entre pintura y dibujo, trazo y escritura, público y privado; imagen y deseo, como sucede en sus bellas fotos de la cabeza de Domitilla de mediados de los ochenta.

Trabajando como un criptógrafo avezado, dibuja obsesivo la "e" imitando las pizarras de la escuela; copia en sus signos las pintadas del Coliseo, las frases de amor para marineros de los retretes públicos. ¿Cómo iba a gustarles a los "grandes pintores americanos" esa actitud en la cual lo privado se hacía público o tan privado que era pura vulnerabilidad? Luego dirían que sus reticencias se debían al hecho de que vivía en un palazzo -publicitado en un reportaje del Vogue americano-, en medio del esplendor romano, traicionando a la causa, pero lo que nunca llegaron a soportar todos aquellos detractores fue su talante de hombre cultivado, esa pasión por Mallarmé que supo llevar hasta las extremas consecuencias en su juego de desplazamientos, vacíos repletos, blancos elocuentes, igual que en el poema mítico del azar y los dados.

Este verano Cy Twombly está en la Tate Modern: una exposición que exhibe muchos de sus fabulosos recovecos. Y está en el Prado presentando la serie Lepanto. Es un placer verle tan cerca de los grandes maestros o, mejor dicho, tan cerca de los otros grandes maestros. Su sola presencia contesta una pregunta que a veces surge, pazguata: ¿debe entrar el arte contemporáneo al Prado? Pues claro, siempre y cuando tenga la cualidad indiscutible de Twombly. Los que dudan aún de ese intercambio de épocas son de los que dicen frente a las maravillosas pizarras del pintor: "Esto es lo que hace mi niño en el colegio". Son muy pocos. Menos mal. -

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