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Crónica:SILLÓN DE OREJA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Sicalipsis a 40º a la sombra

Manuel Rodríguez Rivero

La acción -si es que se le puede llamar así a lo que sucede en esta viscosa quietud- tiene lugar en una habitación estrecha y abarrotada de libros y papeles, en casa de un pringao. Se escuchan dos sonidos, uno más apagado que llega desde el reproductor de cedés y corresponde a la voz de Eliane Elias, que canta bossanovas de repertorio azucaradas por los pegajosos arreglos de los que también es responsable. El otro, más nítido, lo produce el monótono chirriar de las aspas desengrasadas de un ventilador que sólo sirve para crear un siroco artificial en el que también suenan amortiguadas las teclas que, presionadas, forman letras que en otro ahora diferente quizás alguien lea. Me hipnotizo con una foto de El sexo de las lagartijas (Tusquets), de Ambrosio García Leal, en la que se representan dos caracoles en plena cópula. Me entero por el pie de foto de que los familiares gasterópodos (bueno, eran familiares cuando aún llovía), que tan bien saben preparados a la llauna, son perfectos hermafroditas, lo que no deja de ser una ventaja: sólo ejercen de hembras cuando son portadores de óvulos fecundables. Ya ven, al contrario que usted y que yo, improbables lectores sexualmente definidos (en fin, eso creo). El sexo, en verano, de Rodríguez y pringado, no es lo mismo: nada que ver con las tórridas escenas de Body Heat (Lawrence Kasdan, 1981), cuando una Kathleen Turner que todavía tenía forma humana le abría todas sus puertas al estólido de William Hurt: quizás sea a eso a lo que se refiere Mario Perniola en Del sentir (Pre-Textos) cuando habla del "hacerse sentir" teátrico, "un ofrecerse con entusiasmo a ser poseídos por fuerzas cuya dinámica resulta enigmática y contradictoria". Encuentro sexo y sicalipsis en dos libros muy diferentes: las Memorias de una madame americana (Sexto Piso), de Nell Kimball, un testimonio apasionante y profesional de la dueña y animadora de algunos de los más lujosos burdeles en la época dorada del sexo de pago en EE UU. Y también en La semilla de la ira (Seix Barral colombiana), de Consuelo Triviño, en la que se novela en primera persona la singular existencia del escritor colombiano, ateo y anarcoide, José María Vargas Vila (1860-1933), cuyas novelas yo leía clandestinamente en viejas ediciones de Maucci o Sopena que encontraba de adolescente en la segunda fila de la biblioteca de mi abuelo materno, el único republicano y sicalíptico de la familia.

A veces, cuando me pongo a régimen, me da por hojear manuales de cocina ilustrados con imágenes de los platos que no puedo saborear

Herzog

Examinado con la perspectiva de casi medio siglo Herzog (1964), de Saul Bellow, se revela como una pieza clave en brillantísimo puzzle de la novela estadounidense de la segunda mitad del siglo XX; una piedra miliar en la evolución de un género del que Estados Unidos había tomado el relevo tras el espectacular desarrollo europeo (Francia, Rusia, Gran Bretaña) en el siglo anterior. Herzog representa algo semejante a lo que supuso ¡Absalón, Absalón! (1932), de Faulkner, en la primera mitad del XX, o Moby Dick (1851), de Melville, y Aventuras de Huckleberry Finn (1885), de Twain, en el XIX. Releída en la traducción de Vicente Campos publicada por Galaxia Gutenberg (que se ha tomado en serio la tarea de reeditar la obra del escritor judío-norteamericano), la historia de Moses Herzog, el atrabiliario personaje que, sumido en la crisis de los cuarenta (dos divorcios, traiciones, desconcierto, problemas de identidad), se ve dominado "por la necesidad de explicarse, de expresarse, de justificarse, de ponerlo todo en perspectiva, de aclararse, de corregirse", sigue invitando a sus lectores a la identificación. Algo que, desde El Quijote o Robinson Crusoe, es uno de los rasgos de un género que constituye, por su misma indeterminación y capacidad asimiladora, una privilegiada instancia de conocimiento del mundo. Herzog, un intelectual al que ya no le sirve lo que sabe y que (aún) ignora lo que podría servirle, intenta aclararse escribiendo cartas que nunca envía (a sus amigos, a sus amantes, a Eisenhower, a Dios) y en las que, a propósito del desastre de su vida, ajusta cuentas con la tradición filosófica moderna. Criticado por algunos (Nabokov, por ejemplo) como novelista "tradicional", la estructura de Herzog evoluciona desde el aparente caos y el pastiche (un homenaje a la literatura epistolar del siglo XVIII) a la linealidad, al tiempo que cambia la percepción que su protagonista tiene de sí mismo y de sus relaciones con el mundo. Novela (autobiográfica) de la memoria y de la alienación, de la impotencia y de la esperanza, Herzog es una de esas lecturas que ganan con el tiempo. Y a la que resulta instructivo revisitar cuando tenemos la sensación de que hemos rebajado demasiado nuestro listón de lectores de novelas.

Costa

Quizás sea puro masoquismo, una especie de perverso consuelo a la inversa. O tal vez se trate del deseo de ponerme en peligro para vencer la tentación y salir triunfante. Pero les confieso que, a veces, cuando me pongo a régimen, me da por hojear manuales de cocina ilustrados con imágenes de los platos que no puedo saborear. Es como si necesitara escudriñar lo que comen los que no tienen que reprimirse, imaginar texturas y olores que las reproducciones a todo color de esos manjares perfectamente dispuestos en fuentes y bandejas no pueden reflejar, desmintiendo radicalmente la presunta idoneidad de la fotografía para mimetizar la realidad del mundo. Un estado de ánimo semejante es el que me ha llevado estos días, en los que el calor madrileño aplasta y los objetos metálicos (una moneda de cinco céntimos, una horquilla para el cabello) se incrustan como fósiles en el asfalto reblandecido, a retomar un par de libros que hablan de la costa andaluza, que es donde imagino con envidia que estarán refrescándose algunos de mis improbables lectores. Se trata de La Costa del Sol en la hora pop, de Juan Bonilla, y Almería, crónica personal, de Antonio Orejudo, ambos incluidos en la estupenda colección -ya clausurada- Ciudades Andaluzas en la Historia, publicada por la Fundación José Manuel Lara. Dos crónicas (ilustradas) con su amplia dosis de nostalgia crítica -si se me permite el oxímoron- acerca de dos mundos muy diferentes que han sucumbido a la masificación turística y la especulación inmobiliaria. Sin duda es el texto de Bonilla -el menos personal- el que profundiza con más brío en la evolución de ese sueño desarrollista que alcanzó su edad de oro en los sesenta y setenta con el "pionero" Ricardo Soriano y su socio Alfonso de Hohenlohe, y terminó en la sórdida astracanada de Gil y Gil y lo que vino después. Torremolinos y Marbella como cifras de un sueño de glamour que ha llegado a convertirse en pesadilla de cemento y aire acondicionado. Dos libros de dos estupendos narradores que entonan oblicuamente sendos ubi sunt por lo que hubo y pudo ser -y ahora ya no- en buena parte de la costa oriental andaluza.

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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