La fina y delgada línea roja
Llevo toda la tarde contemplando, en el viejo atlas del antiguo bachillerato, un mapa escolar de hace algo más de veinte años. Dice el tango célebre que 20 años no es nada, pero, a pesar de ello, no reconozco el mundo que aprendí. Nuevas fronteras, países nuevos, capitales que entonces sólo eran ciudades brumosas. Recuerdo los capítulos de geografía física, humana y política, con sus propios y diferenciados mapas, de distinto color, con distintos contenidos.
Me detengo ahora, por un momento, en África, y compruebo que la geografía política se diseña en los despachos y no sobre el terreno: fronteras dibujadas con tiralíneas, escuadras y cartabones, líneas rectas, países angulares, geometría plana y poligonal.
Me asomo ahora al este de Europa, la vieja y moderna, la culta y rica Europa que se quiere unida y poderosa. No veo Osetia. No sé si las gentes de Osetia del Sur sienten lo mismo que los de Osetia del Norte aunque estén a distinto lado de la fina línea que las separa. No encuentro Osetia en ese mapa, ni Abjasia, ni Chechenia, ni tantos otros nombres que ahora aparecen en los medios de comunicación, en las cancillerías, en la nueva y acaso precaria cartografía. Quizá siempre estuvieron ahí, esperando que alguien trazase una delgada línea roja, como la tinta púrpura o como la sangre con la que se hace la historia, para dibujar una geografía imposible y tensa.
Antes de cerrar el ajado atlas una duda me asalta y me desvela durante la noche: ¿qué mapamundi obtendríamos si se dibujasen las fronteras con el corazón de los habitantes, con el deseo de las personas, con el color y calor de la geografía humana.
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