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Reportaje:EN PORTADA | Libros

Hermandad criminal

Hablando de Los cabellos de Absalón, de Calderón, Shelley dijo que el incesto es, como otras muchas cosas incorrectas, una circunstancia muy poética, y lo mismo podría aventurarse a propósito del crimen. Leo unos noventa asesinatos, nueve novelas en las que se recurre a variadas armas homicidas, de los dedos al cuchillo, del simple analgésico a la pistola. "No somos chismosos, pero a todos nos encanta oír a quien lo es", escribe en La dama negra Stephen L. Carter (1954), profesor de derecho en Yale y autor de El emperador de Ocean Park, novelón en el que ya aparecían el honorable Lemaster y su esposa Julia, negros y privilegiados. Ha muerto a tiros un catedrático de Economía, consejero de empresarios, subastador de un secreto que afecta a la presidencia de Estados Unidos, víctima de un atraco o de un adulterio.

Una manera de otorgar dignidad a la novela criminal, literatura amarilla, ha sido considerarla realismo crítico
Ser honorable cuesta doce o trece asesinatos, resume Carlotto, humorista bestial y antiguo ultraizquierdista, como su antihéroe

El cadáver lo descubren Lemaster, rector de la universidad, y la teóloga Julia, amante del muerto hace mucho. Y entonces alguien recuerda las muertes, hacia 1970, de una joven blanca y el negro que probablemente la mató. En 636 páginas caben casi tantas complicaciones como en la habitación estudiantil de tres niños ricos, un negro y dos blancos, teniendo en cuenta que el negro es el futuro rector y los blancos llegarán a ser presidente y candidato presidencial de la nación, y los estudiantes suelen beber y hacer cosas propias de la juventud, muy feas. Estamos en 2003, en un mundo de hermandades para negros millonarios e influyentes, la Nación Oscura que chantajea a la Nación Pálida con verdades históricas, aunque sean sólo de hace 30 años, y consigue iglesias y escuelas, leyes antilinchamiento y derechos.

Una manera de otorgar dignidad a la novela criminal, literatura amarilla y humilde como un ratero, ha sido considerarla realismo crítico. Lejos de la solemne La dama negra, Massimo Carlotto (1956) ha escrito Hasta nunca, mi amor, título español para Arrivederci amore, ciao, estribillo de Caterina Caselli. Nessuno mi può giudicare, el hit de Caselli en 1966, contenía una rotunda afirmación, "todo el mundo tiene derecho a vivir como pueda", que podría ser el lema del asesino de Carlotto. Esa criatura repugnante, por decirlo con serenidad, es un antiguo ultraizquierdista, terrorista en Italia, guerrillero en Centroamérica, exiliado en Francia, chulo, soplón y traidor siempre, hasta en la cárcel. "Las relaciones entre guardias y reclusos no es tan distinta" a las que él mantiene con las mujeres, confiesa. Asalta furgones blindados con pistoleros croatas, anarquistas españoles y policías. Ser honorable cuesta doce o trece asesinatos, resume Carlotto, humorista bestial y antiguo ultraizquierdista, como su antihéroe.

En estas novelas no hay demasiada confianza en la policía, insignificante o cómplice de los criminales. El único policía que, sin ser un asesino, resulta fundamental para la historia es Leo Demidov, en El niño 44, primera novela del inglés Tom Rob Smith (1979). Demidov trabaja en la Rusia estalinista de 1953, sociedad perfecta donde no existe el crimen, así que se dedica a perseguir inocentes, sospechosos de espionaje y subversión, un veterinario, por ejemplo, que cura a un animal de la Embajada americana, y todos sus clientes: los amigos de los sospechosos también son culpables. El policía heroico cae en desgracia cuando se empeña en perseguir a un verdadero criminal, caníbal y asesino en serie de 44 niños. El policía deberá elegir entre destruir a su mujer o a sus padres (estos nudos sentimentales, difíciles de desatar, son la especialidad de Smith), y los interrogatorios con dolor lo obligan a revivir el pasado pavoroso que lleva a Ucrania, a la guarida del Hombre del Saco.

La familia es criminal, o así lo ve la alemana Andrea Maria Schenkel en Tannöd, el lugar del crimen, otra primera novela, reconstrucción de seis homicidios en una aldea de los años cincuenta. La historia se hila con oraciones que piden piedad al ritmo de los actos repetidos: poner las patatas a hervir, ordeñar la vaca, alimentar al cerdo. Una niña habla de su amiga, muerta, como en los cuentos de la abuela, cuando el viento es una cacería de fantasmas. Una octogenaria recuerda a su criada, una buena muchacha, muerta. La hermana de la muchacha recuerda cómo fueron en bicicleta hasta la casa donde iba a servir y morir: la casa de los Danner, de gente rara y niños sucios, rubios y preciosos, los viejos, la hija, los dos nietos. El cartero recuerda a Danner y su mujer: no son el matrimonio más feliz del mundo. "Todo se cuece dentro de la familia, incluso los niños". El alcalde pide olvidar el nazismo y avisa de la amenaza rusa, y el cura recuerda a Danner como un patriarca bíblico.

"Turín es una portería", decía Cesare Pavese y lo repite Margherita Oggero en La colega tatuada: una profesora de literatura inglesa, "gélida rubia hitchcockiana", aparece estrangulada en un vertedero, incongruente unión de belleza y basura. La investigadora del caso será una colega de la muerta, no por afinidad, sino por la atracción inexplicable que sentimos hacia algunas personas que nos son antipáticas. Oggero escribe la alegre crónica de costumbres del gran Turín: secretos de viejas familias y trivialidad sentimental contemporánea, y el incesto vuelve a coincidir con el asesinato. La vida familiar es así, según la detective: "Cada uno vuelca en los demás sus propios problemas y frustraciones, para que se sumen y el resultado adquiera una cierta entidad".

William Brodrick, inglés de 1960, fue agustino, es abogado y, en Los jardines de los muertos, se ocupa también de la fraternidad irreconciliable. Una abogada enferma ordena su vida con vistas a una buena muerte. Una vez defendió a un proxeneta y lo dejó libre para que asesinara a un adolescente. A un fraile, antiguo compañero de bufete, le tocará reparar los errores: descubrirá una historia de madres, hijas, hijastros y padrastros terroríficos. Todo el mal cabe en una familia. El sospechoso, Riley, es chamarilero, desmantelador de casas en demolición, alguien que modifica las apariencias y las consecuencias del pasado. Los crímenes son muy ingleses, en un muelle o ante la chimenea, con el atizador. Y, aunque la trama alcanza un nivel disparatado de inverosimilitud, resulta sensata y edificante, pues ya las novelas de crímenes clásicas tenían este aire de fantasía psicoanalítica.

Recordaba Gabriel Ferrater la relación entre Fantomas y el surrealismo, y encuentro en El clan Inugami, del japonés Seishi Yokomizo (1902-1981) la tendencia al juego y la bufonería de la Edad de Oro de la novela de misterio. En un invierno de los años cuarenta, Inugami, rey de la seda, muere a orillas del lago Nasu, de vejez. Nadie sabe quiénes fueron sus padres. Lo recogió un sacerdote sintoísta, y a la bellísima nieta del sacerdote, Tamayo, deja Inugami su fortuna, siempre que se case antes de tres meses con uno de los tres nietos del millonario. Si los tres murieran, Tamayo sería libre. Si muere Tamayo, todo sería para un hijo secreto y ausente. Uno de los aspirantes a esposo vuelve de la guerra en Birmania con una capucha negra. ¿Es un impostor? El detective Kosuke Kindaichi demostrará su insólita capacidad de razonamiento en kimono y bombín: se ha enfrentado a cadáveres horrorosos, "como los que aparecen en las pesadillas".

Ahora que la literatura se extingue, sustituida la letra por iconos electrónicos, los escritores se transforman en mitología, como los centauros. En Oscar Wilde y una muerte sin importancia, Gyles Brandreth, antiguo parlamentario británico, presenta a Wilde como detective ocasional y "uno de los hombres más extraordinarios del momento", a ojos de su amigo Arthur Conan Doyle, inventor de Sherlock Holmes. Se ha cometido un asesinato con olor a incienso, y la mujer de Wilde recibirá el día de su cumpleaños la cabeza cortada y bellísima de la víctima, un chiquillo que iluminó los burdeles homosexuales de Londres. Val McDermid (escocesa, de 1955) juega con la idea de un manuscrito perdido de William Wordsworth en El cuerpo tatuado. Ha aparecido en la Región de los Lagos un viejo cadáver que podría ser el de Fletcher Christian, jefe del motín de la Bounty y compañero de colegio de Wordsworth. ¿Volvió Fletcher de los Mares del Sur y dictó al poeta su historia memorable? Si fue escrita, habría de guardarse en secreto, o Wordsworth se convertiría en encubridor de un forajido. Traficantes de manuscritos acuden al reclamo y los descendientes de la criada del poeta empiezan a sufrir mortales ataques cardíacos. El caso lo investiga una especialista en Wordsworth, como si toda la literatura, incluso la criminal, hoy fuera un asunto puramente académico. -

La dama negra. Stephen L. Carter. Traducción de Toni Hill. Mondadori. Barcelona, 2008. 638 páginas. 23,66 euros. Hasta nunca, mi amor. Massimo Carlotto. Traducción de María de los Ángeles Cabré. Emecé. Barcelona, 2008. 174 páginas. 17,50 euros. El niño 44. Tom Rob Smith. Traducción de Mónica Rubio. Espasa. Barcelona, 2008. 392 páginas. 21,90 euros. Tannöd, el lugar del crimen. Andrea Maria Schenkel. Traducción de Carles Andreu. Destino. Barcelona, 2008. 168 páginas. 17 euros. La colega tatuada. Margherita Oggero. Traducción de Jorge Rizzo. Roca Editorial. Barcelona, 2008. 240 páginas. 17 euros. Los jardines de los muertos. William Brodrick. Traducción de Cecilia Ceriani. Alfaguara. Madrid, 2008. 408 páginas. 19,50 euros. El clan Inugami. Seishi Yokomizo. Traducción de Olga Marín Sierra. La Factoría de Ideas. Madrid, 2008. 316 páginas. 19,95 euros. Oscar Wilde y una muerte sin importancia. Gyles Brandreth. Traducción de Alejandro Palomas. Plata Negra. Barcelona, 2008. 352 páginas. 16 euros. El cuerpo tatuado. Val McDermid. Traducción de Carlos Milla e Isabel Ferrer. RBA. Barcelona, 2008. 446 páginas. 21,50 euros.

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