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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Farol ruso

Moscú rechaza las instituciones de la guerra fría, pero sigue reforzando su poder militar

El embajador de Rusia ante la OTAN, Dmitri Rogozin, presentó ayer una propuesta para reorganizar la arquitectura de seguridad europea. El documento desarrolla las ideas presentadas por el presidente ruso, Medvédev, en dos recientes discursos en Moscú y en Berlín y en el nuevo Concepto de Política Exterior ruso. El Kremlin pretende un gran acuerdo con Occidente que deje atrás las grandes instituciones heredadas de la guerra fría, singularmente la OTAN, de la que no es parte, pero también la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), en la que sí participa, pero en la que se encuentra notablemente incómoda dado el énfasis de esta última en cuestiones relacionadas con la democracia y los derechos humanos.

Las propuestas de Moscú, pese a su aparente novedad, desarrollan la línea de política exterior inaugurada por Putin el año pasado en la Conferencia de Seguridad de Múnich, donde advirtió a Occidente de que se tomara más en serio los intereses de seguridad rusos. No es mera coincidencia que el anuncio se haga el mismo día que Moscú presenta un ambicioso plan para modernizar su flota nuclear, con la construcción de hasta cinco nuevos portaviones y la modernización de sus submarinos nucleares y los misiles balísticos intercontinentales alojados en ellos. Como viene siendo frecuente en los últimos años, las autoridades rusas acompasan perfectamente sus movimientos diplomáticos, militares y económicos para dar una de cal y otra de arena y, de paso, intentar una presión eficaz.

La paradoja del comportamiento ruso es evidente. Por un lado, Moscú afirma que la guerra fría ha llegado a su fin y pide la disolución de las instituciones que agrupan a las democracias de las que Rusia dice ser parte. Por otro, no escatima recursos en reconstruir un poder militar que va mucho más allá de lo necesario para finalidades puramente defensivas. Estamos ante una obsesiva e injustificada sensación de inseguridad, idéntica a la que profesaban sus predecesores soviéticos. Por tanto, lo que a primera vista parece una muestra de fortaleza es en realidad lo contrario, de debilidad.

Gracias a la firmeza de la OTAN y la OSCE, Moscú no ha logrado, pese a la agresividad de su retórica, condicionar la actuación de estas organizaciones. La decisión de ampliar la OTAN a Georgia y a Ucrania puede ser discutida; también la necesidad de instalar el escudo antimisiles en Polonia y la República Checa. Pero Rusia no termina de entender que todos esos países son soberanos para interpretar cómo salvaguardar mejor sus intereses de seguridad y que sus amenazas y protestas consiguen exactamente el efecto contrario. En el fondo, detrás de las propuestas de Moscú subsiste el viejo empeño ruso de construir una relación con Europa a su medida, al margen de las instituciones existentes y de los principios democráticos establecidos, un juego que los europeos harán bien en rechazar.

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