Un eterno veraneo
Es el momento de escapar, advierte Manuel, que este año planea su quinto intento para llegar a las costas de la Florida. Pregunta a los amigos si quieren acompañarlo en la embarcación de poliuretano que está construyendo en las costas del Mariel; pero la mayoría toca madera de sólo pensar en los tiburones. Otros aportan dinero para el GPS, las latas de carne y las sales de rehidratación oral. Quieren partir antes de que llegue agosto, un mes que en Cuba se lleva los peores adjetivos. En el verano las ansias de emigrar se multiplican, como si la temperatura potenciara al balsero que todos llevamos dentro. La gente vigila más el mar, ese trozo azul que al rodearnos nos aísla, mientras los inescrupulosos traficantes de personas entran en lanchas rápidas para recoger a grupos de furtivos emigrantes. Esas mismas hormonas de la evasión provocaron, hace catorce agostos, un estallido social -recordado como el Maleconazo- en la zona costera de la Ciudad de La Habana. Llegamos a ese mes agotados del calor que arrancó desde principios de marzo y la temporada del mango y el aguacate no logra apaciguarnos. Es el momento de la subida de precios de muchos productos en los mercados agrícolas, de las largas colas para reparar los ventiladores o de la espera infinita para tomar el ómnibus hacia la playa. Las vacaciones escolares, con los niños demandando más alimentos y frecuentes paseos, hacen que septiembre nos encuentre con los bolsillos vacíos.
Agosto es, definitivamente, el mes de la irritabilidad y de la asfixia. Por eso Manuel prefiere no quedarse ni un día más allá de julio. Intuye que si no se echa al mar el arrebato puede llevarlo a las calles, rompiendo a pedradas las vidrieras, como ya hizo hace catorce años.
Yoani Sánchez. Autora del 'blog Generación Y', ganadora del Premio Ortega y Gasset de Periodismo.
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