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¿Demócratas poco practicantes?

Josep Maria Vallès

En torno al 90% de los españoles prefiere la democracia a cualquier otro sistema de gobierno. Lo señalan las encuestas, que registran también una disminución de quienes se manifiestan indiferentes en este asunto, o de quienes no le harían ascos a un régimen autoritario en circunstancias determinadas. Así pues, la práctica totalidad de los ciudadanos se declara partidaria de la democracia como forma de gobierno. Pero esta declaración de convicciones es compatible con un descontento generalizado respecto del rendimiento de la democracia realmente existente. Ocurre en España y en otras sociedades con más tradición democrática. No es un hecho reciente. Lo describía de forma lapidaria un autor norteamericano: "Alejamiento de la política, malhumor respecto de lo político, cansancio con sus debates, incredulidad ante sus promesas, escepticismo sobre sus resultados, cinismo frente sus profesionales" (Charles Meier, Democracy and its discontents, 1994).

"Sin llegar a las tiranías de otros tiempos, nada impide descartar la deriva hacia formas de gobierno que coarten libertades; hay signos inquietantes de ello"

El diagnóstico se fundamenta en datos. El 70% de los ciudadanos españoles expresa poco o ningún interés por la política. La mitad de la ciudadanía considera que sus opiniones tienen apenas influjo en las decisiones públicas. Valoran escasamente a sus instituciones públicas. Tienen en muy baja estima a los políticos que las gestionan. Aumentan los que se sienten distantes de todos los partidos y disminuyen los que se comprometen de forma estable con alguno de ellos. Lo mismo ocurre con la participación en sindicatos y otras asociaciones, que cuentan con una de las tasas de afiliación más bajas de Europa occidental. Se suma a todo ello un amplio descontento respecto del rendimiento del sistema democrático. De lo que sería según algunos la democracia realmente existente.

¿Es inocua esta creciente desafección de los ciudadanos respecto del sistema político que dicen preferir? Escribía Montesquieu: "El gobierno es como todas las cosas: hay que amarlo para conservarlo". Si los ciudadanos no tienen en gran estima a su sistema de gobierno, se arriesgan a dejarlo en manos de otros. Por lo demás, la historia advierte que experiencias más o menos democráticas de otras épocas fueron barridas por regímenes autoritarios. Sin llegar a la reproducción exacta de las tiranías de otros tiempos, nada impide descartar la deriva de nuestras democracias hacia formas de gobierno que coarten libertades civiles y políticas. Primero, las de algunas minorías incómodas o más débiles. Después, las de toda la población. Hay signos inquietantes de ello en nuestro entorno.

No vale, pues, la resignación más o menos complaciente ante el fenómeno de la desafección política. Suena a escapatoria un fácil recurso al realismo: "La democracia es un ideal inalcanzable y, por consiguiente, será siempre una experiencia decepcionante". Situar a la democracia en un horizonte ideal no es argumento para la pasividad. No exime a los convencidos de continuar una marcha esforzada hacia aquel horizonte. Una marcha en la que es menester superar obstáculos y corregir desviaciones del rumbo.

Contamos con recomendaciones para mejorar la calidad de las democracias. Las han elaborado analistas y expertos en todos los países. Suelen proponer -como ha hecho un reciente informe de la Dirección General de Participació Ciudadana de la Generalitat- la revisión de las instituciones y procesos políticos. Algunos, por su evidente obsolescencia. Otros, por su desviación de los principios democráticos. Las correcciones apuntan a tres grandes objetivos. Mayor transparencia para hacer comprensible la complejidad de los conflictos que enfrenta la democracia actual. Mayor participación ciudadana en la fijación de la agenda política, no para suplantar a la democracia representativa, sino para completarla con una mayor intervención de ciudadanos no profesionales de la política. Finalmente, mayor rigor y control más eficiente en la rendición de cuentas y en la evaluación sistemática de las decisiones públicas. Para cada objetivo se han diseñado medidas concretas.

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Pero tales medidas serán inviables si no se corrigen también actitudes y pautas de conducta personal que contradicen de manera frontal una presunta creencia en los principios democráticos. Falta de sentido de comunidad, competencia sin freno en la esfera económica y profesional, recurso frecuente a las emociones básicas en detrimento de los argumentos, intolerancia frente a los diferentes o los discrepantes. A todos nos corresponde emprender esta revisión de actitudes. Pero de manera particular a quienes ocupan posiciones social y políticamente relevantes. A quienes gestionan las instituciones políticas, a quienes deciden en el mundo económico y a quienes fabrican ideas y percepciones: en los medios, en la academia, en la publicidad.

Este debate deberá tener en cuenta otras señales. Por ejemplo, el recurso creciente de algunos sectores a intentar la intervención de hecho en asuntos colectivos, al margen de partidos y otros canales representativos. Suelen tener tono reivindicativo, con duración más o menos efímera y vinculadas a una sola cuestión o issue temática. Priman la espectacularidad e incluyen dosis variables de agresividad. También hay que atender al potencial -poco o mal aprovechado- que la tecnología ofrece hoy para la interacción política. Son factores de ambigua interpretación: ¿pasan de las pautas democráticas o reclaman más o diferentes formas de participación? Por estas y otras razones, se impone un debate ciudadano amplio, capaz de forjar compromisos sociales compartidos. Sin tales compromisos, las reformas institucionales y normativas serán difíciles de aprobar. Y si llegan a serlo, acabarán siendo poco eficientes. Porque se ha dicho con razón que no hay democracia sólida sin demócratas. No sólo creyentes, sino algo más practicantes.

Josep Maria Vallès es catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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