Los templos del café con leche
Hay en Barcelona una leyenda urbana, sin duda creada por los poetas, según la cual los viejos cafés guardan el sitio a los clientes muertos y les tienen siempre preparada una última copa llena de silencio. Pero es una leyenda que se extinguirá, porque ya no van quedando viejos cafés, y me temo que a este paso tampoco quedarán poetas.
El censo de viejos cafés tragados por la ciudad merecería al menos un recuerdo del ciudadano y una lágrima del alcalde. Los hubo de gran ambiente cultural, como La Puñalada, en los altos del paseo de Gràcia, donde es fama que se reunían los magistrados de la Audiencia, quienes comentaban sin duda procesos, autos, sentencias y jurisprudencias remotísimas capaces de sumir al resto del público en una catársis total. La Puñalada cerró porque ya no debía de ser negocio: quizá los magistrados hacían durar demasiado los cafés, y hay quien dice -es un rumor- que tres de ellos se habían puesto de acuerdo para sorber de la misma taza.
En la parte noble del censo, el de la gente alta, estaba también el café La Luna, junto al teatro Barcelona, donde se reunían los artistas de fama y los que no tenían fama alguna, los empresarios y los acreedores más diversos. La Luna entró en eclipse porque se la tragó, claro, un edificio bancario: para qué hablar de don Juan Tenorio si se puede hablar del IBOR, que es el tema de más coyunda.
Éstos eran cafés de notable altura intelectual, donde con cada taza casi te servían un diploma, pero hubo cafés galantes también tragados por la jungla. Así hubo en el paseo de Gràcia uno remoto y odioso, El Parador del Hidalgo, donde en los años cuarenta y cincuenta los hombres del dinero, la influencia y el Régimen (hidalgos) encontraban niñas que traían allí sus 16 años de hambre. Hubo otro, el Guinea, mucho más discreto: era café de susurros, caballeros con chalecos y damas con corsé, que sabían calcular meticulosamente la geometría de cada mirada y la longitud de cada falda al cruzar las piernas, distinguido arte en vías de extinción. Las transacciones, rápidas y discretas, tenían allí como fondo una música de Bernard Hilda.
Pero Barcelona era experta también en galanterías más bajas, aunque de evidente interés público. En el Paral.lel, junto al café Español (que ya no es más que la momia de una emperatriz) imperaba el Sevilla, donde damiselas de buen ver se sentaban a exhibir sus piernas (sin arte ni geometría algunas) en espera de clientes, con la particularidad de que junto a ellas se sentaban sus mamás, auténticas o presuntas, lo cual elevaba notablemente la tarifa. En el mismo Paral.lel estaban también los dos cafés más grandes de Europa, el Cómico y el Condal, pero éstos eran de otra clase: eran cafés donde se hablaba de política, de obreros que tomaban una gaseosa y guardia civiles libres de servicio. Sin ellos, el Paral.lel, ha ido regalando esquelas de su propia defunción, y ya sólo conserva la sombra legendaria de El Molino, si sus aspas vuelven un día a girar.
Pero sigamos hablando de otros cafés ya fantasmas, antes dedicados a la perpetuación de la especie y a los sueños prohibidos del público: al final de La Rambla estaban el Venezuela y el Póker, que bullían de mujerío. Encima, tenían al lado un hotel que antes era para parejas y hoy es para turistas que, si duermen juntos, es sólo para ahorrarse una cama. Y les pido permiso a ustedes para ahondar un poco más en este memorial de lágrimas: en Aragó-paseo de Gràcia estaba el Terminus, lugar de grandes tertulias intelectuales donde nació la revista El Ciervo, y donde, como en toda tertulia, no había caridad para los ausentes. Es verdad la anécdota que se cuenta del amigo que llegó tarde a la reunión y le dijeron: "Hombre, justamente ahora estábamos hablando de ti". "Caray, pues seguid, seguid...". "No, no era nada importante". "Es igual, os ruego que sigáis...". Y el que estaba hablando continúa: "El que también es muy bestia...".
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