Un día familiar
Me hicieron una mala jugada. En vez de llevarme un sábado al campo, me llevaron a Alcampo de Mataró Parc. Nunca había estado en un centro comercial en España, quizá porque si uno viene del continente americano, lo último que desea es volver a pisar estas insulsas construcciones que se apoderaron por completo del ciudadano despersonalizado.
Tan sólo llegar al estacionamiento, uno se agobia viendo la cantidad de autos que compiten dando vueltas para arrebatar un sitio, al igual que buitres sobrevolando la carroña. Ya que encontró un lugar, lo cual pudo costarle atropellar a un comprador entusiasta que no se percató de su presencia debido a la cantidad de paquetes que lleva cargando, deberá ingresar al centro comercial por una entrada flanqueada por palmeras al estilo Miami Beach. Las puertas de cristal se abren y de ahí salen hordas de gente con deseos materializados en un microondas, un vestido o el televisor para la suegra. Es una mala copia de los centros comerciales norteamericanos hechos para lograr el remanso del comprador; sin embargo, éste, que sólo ofrece pasillos inhóspitos, también extasía al paseante agradecido, quien se desliza en las escaleras eléctricas con rostro angelical.
Ya en el supermercado, le asaltan carritos atiborrados de comida como si hubiera alarma de guerra, aunque, viéndolo bien, parece un auténtico campo de batalla: el bombardeo de carteles multicolor, el ruido de las cajas registradoras, los gritos de los niños y el megáfono que vocea desde un crío perdido hasta la oferta del mes. Una vez dentro, el supermercado es como la extensión de la gran familia española. Allá van las señoras pasillo por pasillo llenando el carro acompañadas por el marido, los hijos, la cuñada y los gorrones que nunca faltan. En algún momento se dispersan. Ellos se van a la sección de automóviles o ferretería y miran minuciosamente los productos, mientras ellas magullan la fruta. Los niños se entretienen en la sección de juguetes mandando pelotazos perdidos a la cabeza de una anciana o los genitales de un paseante.
La sección de electrodomésticos es como el salón del hogar, ahí convergen varios miembros de la familia escuchando música o viendo el fútbol en televisores de pantalla plana. Después se reúnen nuevamente en las secciones de comestibles, asegurando llevar todos sus caprichos. Ni el frío del sector de congelados ni la cola para pesar verdura les hace apresurarse, pues se ve que disfrutan de la actividad. Entre la marabunta, las parejas de novios andan con beneplácito tomados de la mano, como si caminaran poºr el parque o la playa.
En algún momento, la gran familia se topa en el pasillo central y conversan como si estuvieran en la terraza de su casa, chacotean un poco, advierten lo que aún les hace falta y se lanzan nuevamente a la compra. El padre se pierde entre los jamones que cuelgan y los mira como si fueran piezas de museo, la madre se toma su tiempo en decidir qué especie escoger entre el amplio surtido, de los únicos cuatro tipos de pescado que venden. Quizá se olvidaron de que no viven en Dakota del Norte, sino en el Mediterráneo, y de que en el Maresme todavía se encuentran mercados locales que venden productos frescos. Qué razón tiene Raj Patel en su libro Obesos y famélicos (Los Libros del Lince) al describir cómo estos lugares han propiciado la crisis alimentaria y dañado a las comunidades locales, entre otros perjuicios.
Finalmente, las familias coinciden en la caja con la satisfacción de haber pasado un sábado familiar. No me podía quedar con la curiosidad y pregunté a la cajera: "¿Es normal aquí en España que venga toda la familia a hacer la compra?". "¡Claro!", exclama, "¡se lo pasan muy bien!". Detrás de mí, un suizo me dice: "En Suiza la clase media pasa los sábados en restaurantes de autovías o de aeropuertos viendo transitar artefactos. ¡Cada país tiene lo suyo!".
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