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Columna
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El pisito

Cuando muy a principios de los setenta empecé a viajar al extranjero, al volver a Madrid siempre pensaba lo mismo: ¡qué ciudad tan fea! No tenía la monumentalidad y encanto de Roma, ni un gran río que le diera profundidad y misterio como París o Londres, ni mar como Lisboa, Barcelona o Valencia. Le faltaba agua para llegar a ser una ciudad romántica, porque que el amor necesita un espejo en que reflejarse y aquí las parejas sólo tenían el estanque del Retiro o el Lago de la Casa de Campo. El Manzanares no contaba, nada más servía para dividir la ciudad geográficamente y el precio de los pisos.

También faltaban grandes árboles que ocultaran un poco las planas fachadas de ladrillo rojo llenas de ventanas baratas. Se echaban de menos ramajes que disimularan las estrechas terrazas cubiertas con cristales encajonados en guías de aluminio sin pintar, a través de los cuales se clareaban las bombonas de butano. En cuanto se salía de barrios tipo Argüelles o Salamanca, en que los tristes patios interiores también tenían lo suyo, te topabas con los horrorosos bloques que coleaban desde el boom inmobiliario del franquismo.

Habrá barrios de más o menos pasta, pero el nivel cultural es ya igual en todas partes

Y ahora que lo pienso, hay una línea que une la película El pisito, de Marco Ferreri (con guión del genial Rafael Azcona, basado en su propia novela del mismo título), y Qué he hecho yo para merecer esto, de Pedro Almodóvar, para mí, uno de los grandes logros de este director y la película que mejor nos cuenta la auténtica transición de esta ciudad, que venía de la supervivencia sorda de una pareja de posguerra (José Luis López Vázquez y Mary Carrillo, en El pisito) a la supervivencia desesperada de sus posibles hijos y nietos (Carmen Maura, Ángel de Andrés, en Qué he hecho yo...).

Es como si aquel piso nuevo de El pisito, construido a las fueras entre barro y hormigoneras, fuese el de Qué he hecho yo... treinta años después y ocupado por una inmigración de segunda y tercera generaciones venidas del pueblo. Almodóvar junta a los abuelos, los hijos y los nietos en un poema de inocencias perdidas, donde la ternura choca con un paisaje urbano sin concesiones, feo y hostil a la vista como pocos. En comparación, los denostados adosados (con su pequeño jardín, garaje y todo tipo de comodidades) son puro lujo.

Hay que volver a ver la película de Almodóvar para aplaudir a quienes lograron salir de aquel entorno tan heavy sin daños emocionales.

Frente a aquellos años ahora es como si hubiésemos subido las persianas y entrara la luz a raudales: la ciudad tiene un aire alegre, aun con las pegas que nos afectan a cada cual, es decir, sin meternos en profundidades de hospitales, listas de espera y demás. Y si algo me gusta de ella es que la calidad de vida es semejante en todas partes y que cada vez importa menos en qué zona vives, sino lo que haces. Habrá barrios de más o menos pasta, pero el nivel cultural es ya igual en todas partes, todo un signo de calidad social.

Las ciudades que triunfan son aquellas en que se puede ir al aeropuerto en metro; las ciudades en que los artistas e intelectuales no están concentrados en barrios tradicionalmente de clase media alta o elitistas, sino repartidos por todo el mapa; las ciudades en que tan señor es el empleado de la basura (lo digo por poner un ejemplo, porque vaya uniformes y equipos se gastan los basureros) como el duque (por poner otro ejemplo, sonoro más que nada); las ciudades en que los inmigrantes están mezclados con el resto de la población y no apartados con los suyos; las ciudades en que uno confía, a pesar de los pesares, en la sanidad pública (por favor, no perdamos eso, supondría un claro retroceso); las ciudades en que ya se ha producido el mestizaje y se aprenden otras costumbres, otras lenguas y otras actitudes sin salir de casa.

Las ciudades que triunfan son aquellas en las que entra el mundo, mientras que las que se mantienen cerradas acaban consumiéndose en su propio caldo. Y también aquellas en que se cuida la arquitectura y no se hacen los pisos en serie como sucede ahora mismo: todos con el mismo tipo de mirador en el salón sustituyendo los antiguos balcones. Fachadas sosas y repetitivas que acabarán envejeciendo y afeándose enseguida. Y lo mismo puede decirse de los adosados de las urbanizaciones, que parecen diseñados todos en una tarde.

Hay que llevar arquitectura imaginativa a las casas donde vive la gente. Hay que poner talento en los ladrillos de la calle. Las ciudades que triunfan son aquellas en que no mandan las constructoras, ni la especulación del suelo, ni la corrupción, sino el respeto al ciudadano.

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