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Columna
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Grasa

Rosa Montero

Mi asistenta, Julia, lleva cinco años trabajando con contrato indefinido en una empresa de limpieza. Ahora la han despedido, a ella y otras más, alegando la crisis. Argumentan que han perdido clientes y pretenden pagarle 20 días por año, en vez de los 45 a los que tiene derecho. El abogado laboralista dice que muchas empresas están utilizando la excusa de la crisis para abaratar su mano de obra. Y eso que Julia tenía un contrato miserable, porque los limpiadores de jornada parcial son los más machacados de los currantes y sufren una suerte de esclavitud faraónica por la cual terminan haciendo horas extras a cuatro euros. Pero ya se sabe que siempre se puede abusar un poco más, que los contratos zarrapastrosos pero indefinidos pueden trocarse en inestables contratos vampíricos, y que la explotación laboral es insondable.

El caso es que todo el mundo habla de crisis, desde los despedidores a los despedidos. Todo el mundo menos los socialistas, a los que la palabra parece producir cierto repeluco. Y aunque últimamente el Gobierno no ha tenido más remedio que asumir la cuestión, lo cierto es que suelta al respecto unas cosas rarísimas. "Entrar en conceptos como crisis pertenece al ámbito académico. No sé cuál es el interés en eso", decía Zapatero en la magnífica entrevista que le hizo EL PAÍS el pasado domingo. Guau, a qué altura tan olímpica vuela el presidente sobre la vida. Y hace diez días, el ministro Miguel Sebastián dijo en El Mundo que las crisis son buenas si el país aprovecha "para perder grasa, para modernizarse, para ganar productividad y competitividad"; y todo esto suena a reducción de plantillas, contratos basura y semanas de 60 horas por cuatro perras. O sea, lo de mi asistenta. Mi Julia no es más que una fastidiosa puñetería académica, simple grasilla que sobra del sistema.

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