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Reportaje:

El corazón del dinero

Enric González

Es la ciudad más pequeña de Inglaterra: una milla cuadrada. Y la más rica. El año pasado, la mitad del crecimiento económico británico se fabricó aquí, en estas callejas medievales flanqueadas de rascacielos. El Reino Unido vive de la City londinense, y la City cobra en consecuencia. En 2007, los ejecutivos de la ciudadela se concedieron unas bonificaciones de 14.000 millones de libras, más de 17.000 millones de euros. Algunos fueron especialmente generosos consigo mismos: Noam Gottesman y Pierre Lagrange, ambos de 44 años, gestores del hedge fund GLG Partners, se embolsaron unos 200 millones cada uno. Las cifras ya no dicen mucho hoy día. Quizá otro dato resulte más revelador: la lista de espera para adquirir un Rolls-Royce superaba en enero, con la crisis ya encima, los cinco años.

Ésa es una parte de la verdad. La otra son los despidos. Este año, el frenazo económico dejará en la calle entre 10.000 y 40.000 personas. Bastantes millonarios de 2007 serán parados en 2008.

La City constituye un fenómeno único. Las otras dos capitales financieras del mundo, Nueva York y Tokio, representan a las dos mayores potencias económicas, Estados Unidos y Japón. La City, cuyo régimen autónomo y sus instituciones medievales guardan un lejano parecido con la Ciudad del Vaticano, sólo se representa a sí misma. No es la cabeza de un gigante económico, y sólo es inglesa desde un punto de vista geográfico. En la City imperan las instituciones extranjeras. Ya era así en el origen: sus primeros banqueros, en el siglo XII, fueron italianos, mayoritariamente lombardos, que financiaban el comercio de lana. Por eso, una de las calles más antiguas de la milla cuadrada, a pocos metros del Banco de Inglaterra, se llama Lombard Street.

Lo que se hace aquí podría hacerse, en teoría, en cualquier otra parte del planeta. Pero se hace en este laberinto junto al Támesis.

Antes de adentrarse en el laberinto, conviene consultar con un guía cualificado. Andrew Smithers reúne todas las condiciones. En 1959, recién salido de Cambridge, empezó a trabajar en SG Warburg. Pasó tres años en Tokio y luego ocupó posiciones de alta responsabilidad en la que, durante décadas, fue la más célebre institución privada de la City.

Hoy ya no existe Warburg, adquirida y absorbida en 1995 por Swiss Bank Corporation. SG Warburg se estableció en Londres en los años treinta, como refugio de pequeños negociantes judíos fugitivos de los nazis. Después de la guerra se erigió en bandera del cambio. SG Warburg organizó la primera OPA hostil realizada en la City, lanzó la primera emisión de eurobonos y supo aprovechar al máximo el big bang de 1986, cuando el thatcherismo internacionalizó las finanzas británicas y las liberó de regulaciones. SG Warburg era un modelo. Tenía casi 400 altos ejecutivos financieros, dedicados a asesorar a las mayores empresas mundiales.

Andrew Smithers permaneció durante años en el círculo más alto de SG Warburg y se estableció por su cuenta, en Smithers & Co., antes de que tomaran el control los suizos. Ahora, parcialmente retirado, escribe libros sobre finanzas y colabora en medios como Financial Times.

Smithers vivió la formidable reconversión de la City desde el bombín al ordenador.

La City heredó del Imperio británico una cierta facilidad para captar dinero de todo el mundo. Pero tras la Segunda Guerra Mundial entró en relativo declive, y hacia los años sesenta parecía condenada. Los impuestos sobre los ejecutivos eran altísimos. "Hubo un año en que pagué a Hacienda el 103% de mis ingresos totales, lo cual le da una idea de cómo estaban las cosas", explica Smithers. La madeja de regulaciones establecida por los Gobiernos laboristas con el fin de proteger a los inversores y los trabajadores y reforzar la solvencia de los bancos asfixió a la ciudadela financiera. "Se hizo imposible operar con normalidad en el mercado de eurobonos, y nosotros, en Warburg, decidimos llevarnos el negocio a Luxemburgo", recuerda.

Justo antes de que Margaret Thatcher llegara al poder se emprendió una reforma inspirada en el sistema americano. Eso salvó la City y, sin embargo, desgarró sus tradiciones. "La americanización iba en contra de nuestros principios ancestrales porque favorecía claramente a los más ricos", dice Smithers. "Cuando no hay reglas ocurre como en el póquer: si un jugador puede apostar más dinero que los otros, lo normal es que gane la partida". La propia Thatcher encarnaba valores contrarios al conservadurismo británico, inclinado a la perpetuación por vía hereditaria y a mantener un cierto compromiso con el resto de la sociedad. Thatcher representaba la meritocracia y el egoísmo: los valores más adecuados para competir en las finanzas planetarias.

"En mis inicios", comenta el guía, "la City era clasista, sólo se oía el inglés académico; ahora abunda el acento cockney y el clasismo casi ha desaparecido; es mucho menor, desde luego, que en Alemania o Japón. Otra cosa: yo sigo llevando corbata cuando acudo a la City; mi hijo, que también trabaja allí, viste, en cambio, de manera informal". La City de hoy es hija de Margaret Thatcher.

¿Por qué la City sigue siendo una plaza financiera de primer orden? Tiene cierto peligro hacerle esa pregunta a un sabio irónico como Smithers. Su respuesta: "Hay dos hipótesis. Una, que somos brillantes en las cuestiones de dinero. La otra, que somos malísimos en todo lo demás y, comparativamente, parecemos buenos en el negocio bancario". Y agrega: "También puede contribuir el hecho de que sucesivos Gobiernos británicos se han empeñado en fomentar la industria, la agricultura y el resto de cosas que van mal o ya no existen, y han dejado tranquila a la City".

En materia de talento profesional, la aportación británica a la City es cada vez menor. La ciudadela atrae a gente de todas partes. Cambridge y Oxford siguen canalizando licenciados hacia el sector financiero, que consume talentos de todas las especialidades. La economía y las matemáticas son buenas bases, pero también sirven ingenieros, biólogos, químicos… El ramo de los analistas, dedicado a seguir las empresas de todos los sectores, incluye a personal de la procedencia más variada. La City es hoy un campamento multinacional, y en los niveles medios, los ciudadanos británicos empiezan a estar en relativa minoría.

Son muchas las razones por las que la City mantiene una dimensión mundial y una abrumadora hegemonía en Europa. Cuentan la tradición y la herencia imperial, sí, pero también otros elementos. Como la lengua inglesa, por ejemplo: Inglaterra exportó a todo el planeta el idioma de los negocios y ahora se beneficia de ello. También es relevante la posición geográfica. Hay nueve horas de diferencia entre Tokio y Londres. Cuando la Bolsa de Tokio cierra, la de Londres está a punto de abrir. Y cuando cierra la de Londres, recoge el relevo Nueva York, que a su vez cierra cuando Tokio abre. El círculo sería más perfecto si Wall Street estuviera en California. La gente de la City, que tiende a considerarse el centro del mundo, lamenta a veces que América fuera colonizada desde Europa y no desde Asia. Con un centro financiero en Los Ángeles, en lugar de Nueva York, los relevos bursátiles resultarían casi exactos.

Ya hemos dicho que la City es muy pequeña. Conceptualmente es mínima. Si se le pregunta a un financiero, la respuesta resulta invariable: "EC 1". EC 1 es el código postal que incluye el Banco de Inglaterra, las sedes de las antiguas bolsas y las instituciones privadas más señeras. La City, en realidad, es un poco más amplia y abarca todo el Londres antiguo, nacido sobre el Londinium romano y amurallado en la Edad Media. En el extremo occidental, marcado por la estatua de un dragón, Temple Bar. En el extremo oriental, la Torre de Londres. Y más o menos en el centro, la catedral de St. Paul.

La catedral solía dividir el territorio que ocupaban los tres gremios que convivían en la City: al Oeste, abogados y periodistas; al Este, financieros. Los periodistas ya se han ido de Fleet Street, que en otro tiempo albergó los principales periódicos y agencias. La City ahora es para abogados y financieros, los participantes inevitables en cualquier negocio de dinero. Estos últimos años, la bonanza económica ha decantado la primacía del lado oriental, el de las finanzas. Siguiendo la tradición, la crisis cambiará el equilibrio: en los malos tiempos, cuando las quiebras derivan en litigios y afloran los fraudes cometidos durante la euforia bursátil, quienes se hacen ricos son los abogados.

Esa parte occidental, la jurídica, es otra de las razones de que la City sea la City. Las empresas de todo el mundo firman contratos en Londres porque, en caso de litigio, se fían de sus tribunales. No hay que creer que los jueces británicos dispongan de elevados conocimientos sobre la ingeniería financiera: en los procesos complicados, un tribunal de la City va tan perdido como cualquier otro. La tradición jurídica inglesa, basada en la costumbre y el sentido común antes que en los reglamentos, y la extraordinaria especialización de los abogados mercantiles ofrecen, sin embargo, garantía suficiente para quienes firman acuerdos multinacionales. En muchos contratos firmados en cualquier parte del mundo sigue incluyéndose una cláusula que establece que las posibles diferencias entre las partes deberán dirimirse en Londres.

La City más moderna ha crecido, extramuros, hacia los Docklands, los antiguos muelles del este. Ahí, en un asentamiento de rascacielos construido al final del thatcherismo, semivacío y ruinoso en la recesión de los noventa, se han establecido los "nuevos ricos": los hedge funds, fondos de gestión privada esencialmente desregulados, opacos y especulativos, están en el East End y los Docklands. Por su naturaleza especulativa, algunos hedge funds se hacen de oro en las crisis. Pero en conjunto, esa misma especulación tiende a hacerlos frágiles. Una anotación de Smithers: "No sólo la City, todo el Reino Unido se ha convertido en un gigantesco hedge fund, lo que nos coloca en una situación de alta vulnerabilidad. El hedge fund es para nosotros lo que el petróleo para Arabia Saudí".

La City no es un barrio residencial. Nadie vive allí. O casi nadie: algunos bloques de apartamentos, como los construidos en el Barbican después de la guerra, permiten mantener una mínima población estable. Son menos de 10.000 personas. Pero cada día fluye hacia la City una marea humana de unas 400.000 personas. Esa desproporción se compensa, de forma británicamente alambicada, por la vía electoral. En la City, las empresas tienen derecho a voto. Ese vestigio de los gremios medievales se mantiene, igual que la policía propia, el lord mayor (alcalde) y ciertas peculiaridades mercantiles, con el fin de preservar la identidad y la autonomía de la ciudadela, y evitar que los residentes se impongan a la mayoritaria población diurna.

La mejor manera de comprender qué es la City, en términos humanos, consiste en observar la estación de Liverpool Street a primera hora de la mañana. Primera, o primerísima. Desde mucho antes del amanecer, los ferrocarriles y el metro vomitan decenas de miles de personas, encadenadas a su mó­vil y a su ordenador portátil. No sólo el proletariado de las finanzas utiliza el transporte público. Las normas para limitar el tráfico y las medidas antiterroristas (la City fue un objetivo casi obsesivo para el IRA y es ahora una de las obsesiones del terrorismo islamista) han convertido el coche en un lujo reservado a los dirigentes de mayor nivel. A la City se va colectivamente. El espectáculo es digno de verse.

Imagine. Son las seis de la mañana de un día cualquiera de enero. Llueve. Aún es de noche, y después del amanecer habrá algo bastante parecido a la noche, que durará hasta que anochezca. El invierno londinense proporciona bastantes de estas jornadas oscuras, empapadas por una llovizna implacable. Siga imaginando: acaba de emerger usted de una estación, la de Liverpool, la de Moorgate, o cualquier otra, y camina bajo la lluvia dentro de una riada humana. El paisaje es de lo menos estimulante. Sobre el trazado urbano medieval, hecho de callejas retorcidas y de pasajes estrechos, se ha alzado una selva de rascacielos. Algunos edificios ofrecen consuelo a la vista. La mayoría, por el contrario, sólo oprime el alma.

La City ha sufrido tremendas devastaciones. Los incendios de 1212 y de 1666 asolaron casi por completo los edificios medievales. Los bombardeos nazis, a partir de 1940, abrieron boquetes en la ciudadela. Y la reconstrucción no ayudó demasiado. El brutalismo arquitectónico de la posguerra, los engendros presuntamente colectivistas de los sesenta (véanse los rascacielos del Barbican, un monumento al hormigón y al horror) y la especulación desatada, algo consustancial a Londres, y en especial a la City, configuraron un paisaje estéticamente angustioso. Sólo en ciertos parajes periféricos, como el pequeño cementerio de Bunhill Fields, en el extremo norte, es posible disfrutar de un poco de calma y de un pequeño espacio abierto. La reciente incorporación de algunos edificios transparentes (como la sede de la reaseguradora Lloyds) o coloridos (como el gigantesco pepino de Swiss Re) ha aportado algo de luz a una geografía que mantiene un carácter esencialmente oscuro.

Ese entorno se combina con unas jornadas laborales tremendas: no es raro hacer doce horas diarias. Y con una interacción humana basada en el cinismo, como corresponde a una ciudadela cuya existencia está basada en el dinero. Aquí los hombres mantienen una amplia mayoría. Eso no se debe a la formación (los mejores currículos académicos suelen ser femeninos) ni a la discriminación laboral. Ocurre como en otras profesiones: muchas mujeres desisten de escalar puestos en la City porque las jornadas laborales resultan incompatibles con una vida familiar razonable, o incluso con la vida a secas.

La City ha generado su propia cultura. El mejor reflejo de lo que es la ciudadela está en una tira cómica, Alex Masterley, y aparece cada día en las pá­ginas económicas del conservador Daily Telegraph. La primera tira de Alex Masterley, firmada por el guionista Charles Peattie y el dibujante Russell Taylor, se publicó en 1987, cuando la City era un manantial de oro, en un diario de breve existencia, el London Daily News. Ese mismo año pasó al recién creado The Independent, otra institución simbólica de aquel momento, y una década después se estableció en el Telegraph.

Alex es un banquero de inversiones excepcionalmente cínico, cuya vida se ha desarrollado siguiendo los altos y bajos de la City. Cuando comenzó era un joven licenciado, soltero y ambicioso. Hoy, casado y con un hijo que aspira a trabajar también en la City, es un alto ejecutivo, casi cincuentón, subordinado a un jefe estadounidense neocon y temeroso de que la crisis le deje en la calle. Eso ya ha sucedido alguna vez. Mientras, se atiene a sus principios de siempre. Un ejemplo, la tira publicada el 17 de junio. Alex está en la barra de un pub con su viejo colega Clive. "La recesión está golpeando duro, Clive", dice. "Mantengo mi principio de no pagar nunca una copa de mi propio bolsillo, pero se hace cada vez más duro colar estas cosas en la nota de gastos". Clive contesta: "Alex, ¿no estás siendo demasiado egoísta quejándote de los recortes en nuestras cuentas de gastos? ¿Te olvidas de los miles de colegas de la City que están perdiendo su empleo?". Alex: "Por supuesto que no, Clive. Al fin y al cabo, estamos en la copa de despedida de Comosellame". "Sí, y no parece contento, apenas nos conoce". Y Alex: "Pedimos otra botella de Moët & Chandon, la cargamos en su cuenta y nos vamos: tenemos otra despedida a las 19.30".

Cuando llega una ola de despidos, suele ser brutal. Mandan los ciclos económicos, tan asumidos como la meteorología. Volvamos a Andrew Smithers: "Las finanzas son volátiles por definición, y los bancos, atrapados entre las exigencias del corto plazo y el largo plazo, quiebran más o menos cada 10 años, con bastante regularidad", explica. También por definición, la City tiende a asumir riesgos imprudentes. "Lo normal", dice Smithers, "es explotar al máximo los buenos momentos y ganar todo el dinero posible, aun sabiendo que se forma una burbuja y que en algún momento estallará. El momento del estallido ayuda, porque si uno pierde su empleo, lo pierde junto a muchos otros".

El pub constituye una institución fundamental. Al final de la jornada, todos los de la City se abarrotan de gente. Es el momento de beber y relajarse, antes de volver a casa. La invasión extranjera y la americanización han reducido antiguos símbolos de la sociedad clasista, como los clubes, a la categoría de simple anécdota. Una última información de Smithers: "En el London Capitol no se come mal, pero es bastante aburrido. El City of London Club y el City University Club también lo son. Si uno quiere encontrarse con otros miembros de su especie, puede ir al edificio de Lloyds o la Bolsa; en esos lugares hay mucha gente y son clubes en sí mismos".

La City de Londres.
La City de Londres.MIKI ALCAIDE

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