Utopía de las fronteras
Grecia sin dioses. Sin pámpanos ni olivos, templos de mármol blanco o islas al sol como gatos panza arriba. Peor que todo, una Grecia sin luz: la más terrible herejía que pueda perpetrarse en su nombre. Las imágenes de las películas del director Theodoros Angelopoulos (Atenas, 1936) se sumen en la nieve, la bruma y un limo que empapa la retina del espectador. Lejos del cliché de destino turístico de masas, de sol y mar y paredes encaladas, los escenarios elegidos por el más internacional de los realizadores griegos se recortan sobre bancos de niebla, en un mapa ignoto -para el extranjero, pero también para muchos compatriotas suyos- que describe una curva desde la ciudad de Salónica hasta las localidades de Flórina y Edesa, en la región de Macedonia, antes de ramificarse en las montañas. Para un ateniense como él, viajero deplorable donde los haya -reconoce haber viajado a muchos países sin salir casi del hotel-, aventurarse en esa Grecia trasera no es poco: es darse de bruces con los Balcanes, una utopía (en el sentido más estricto del término: un "no lugar") que la Grecia clásica y la actual han contemplado siempre de soslayo.
Desde sus primeras películas, en las que perviven ecos homéricos, a las últimas media un viaje interior, pero también metafísico
La dimensión balcánica de Grecia es un secreto a voces del que Europa no empezó a tener constancia hasta los años noventa, con el eco amortiguado de las bombas que caían en la antigua Yugoslavia, o el reflujo de una marea ingente de desplazados. Fue en esa década cuando Angelopoulos, que ya había ajustado cuentas con la historia contemporánea de su país -la guerra civil, la invasión nazi o la dictadura de los coroneles- en películas como Reconstrucción, Días del 36, El viaje de los comediantes o Megaléxandros, repara en la porosidad de las fronteras -y en la férrea esencia de la identidad- y enfoca a la ciénaga de odio en que se hunden, a borbotones, algunos países vecinos.
El de A., el personaje interpretado por Harvey Keitel en La mirada de Ulises (1995), es un viaje paradigmático. Trasunto del realizador, A., también director de cine, se traslada de Grecia a Sarajevo como Ulises tierra adentro para rescatar de la filmoteca bosnia unas bobinas de película de los hermanos Manakis, los Lumière griegos, de cuya obra apenas si hay vestigios. La mirada de Ulises, para muchos la más conseguida de sus películas, es además el ecuador de la denominada "trilogía de las fronteras", que también componen El paso suspendido de la cigüeña (1991) y La eternidad y un día (1998), Palma de Oro en Cannes.
En estas películas fronterizas, las regiones del Epiro y Macedonia -en su versión más atractiva, un paisaje de castaños frondosos, casas de piedra, ríos de montaña y osos pardos- sirven de prólogo a peripecias en Monastir (actual Rumania), el Sarajevo de los francotiradores o una Albania inconcreta, donde los protagonistas (el citado Keitel, o Bruno Ganz) se mueven como fantasmas con el peso de la historia por grilletes. Así pues, desde sus primeras películas, en las que perviven ecos homéricos, a las últimas, interrogantes sobre el destino de un pueblo y de un país -o varios, los que se desgajaron de unos Balcanes sometidos al trazado caprichoso del Estado-nación-, media un viaje interior, pero también metafísico. La envolvente música original de Eleni Karaindrou contribuye a subrayar el círculo de introspección y dudas.
El periplo casi siempre se inicia a orillas de la bahía de Salónica, la monstruosa y vibrante mole de hormigón que resulta ser la segunda ciudad griega. La mano del dios que sale de aguas del puerto remolcada por un helicóptero, con el dedo índice señalando hacia abajo como un emperador romano contrariado, se convierte en emblema de Paisaje en la niebla (1988), la historia de dos hermanos que viajan en pos de su padre. La escena de la estatua, un dilatado travelling, se filmó desde la avenida Nikis, junto al malecón donde se levantan el Centro de Arte Contemporáneo y el coqueto Museo de la Fotografía y el Cine, cuyas ventanas parecen fotogramas de un Mediterráneo enfurruñado y arisco. Ajenos a la angustia vital y artística de Angelopoulos, los tesalonicenses se solazan los domingos entre sus muros, o le dan al kafedaki (cafelito) como lagartos honrando a un sol más que dudoso. Enfrente, en las terrazas de Nikis, abundan las tertulias, el compadreo y los cruces de miradas.
Pero, una vez fuera de Salónica, en ruta hacia Flórina y Edesa, se suceden las carreteras mal iluminadas, que discurren junto a fábricas de cemento o edificios como jaulas, vacíos; una vegetación rala, encogida por carámbanos de agua sucia, y cantinas móviles en el arcén o cafés de influencia otomana. Es lo más parecido a un no man's land entre el Mediterráneo y los Balcanes, entre Europa y la adivinada presencia de los bárbaros. También aparecen y desaparecen de foco cortejos nupciales, con la estela de tul de una ninfa (novia, en griego) ondeando al viento, o ríos que se enturbian con el color del barro. Estos dos últimos elementos suponen una curiosa coincidencia temática con su colega -y rival- Emir Kusturica, con quien Angelopoulos se ha disputado a menudo los laureles de los principales festivales de cine europeos: en los filmes del realizador bosnio también hay frecuentes banquetes de boda o ríos que unen realidades o se tiñen de sangre.
En Flórina, la ciudad griega más cercana a la frontera con Albania, se conserva como oro en paño una vieja serie de tarjetas postales con los decorados y exteriores de varias películas de Angelopoulos. Las muestran con veneración no exenta de nostalgia los responsables del Lesji Politismú (Círculo Cultural), como si en la ciudad no hubiera más atractivos que la mentira pretérita de un set de rodaje. En torno al canal del río, hoy poco más que una acequia; en la calle principal, Megalexandrou -que a principios de siglo remataba el minarete de una mezquita-, o en el interior del kafenío (café) donde los hombres enhebran pitillos de picadura y partidas de backgammon, se han movido decenas de extras de protagonistas -o comparsas- de la historia. En Edesa, otro lugar oculto entre las brumas, se sitúa el estuario del que surge la pareja protagonista de Eleni (2003), primer título de una trilogía en curso que retoma la historia contemporánea griega. Y más al norte, o al oeste, se halla el finisterre helénico: las montañas de Albania, con árboles como esquemas de alambre, o las planicies de trigo y barro de la antigua república yugoslava de Macedonia.
En este viaje sin retorno del fin del comunismo a la caída de muros y fronteras, Angelopoulos hace un ejercicio de nostalgia con tintes elegiacos. Como por ejemplo, en la épica escena del traslado de una estatua de Lenin, en un barco por el Danubio, que aparece en La mirada de Ulises. Es el triste final de uno de los iconos del siglo XX: ser reciclado como souvenir, como un trozo del muro o una estrella mellada del Ejército Rojo. Como la Grecia olímpica, pagana y sin vergüenza que hace más de veinte siglos se inventó Europa. Una Grecia con sol y muchos dioses. -
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