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Adiós al Palacio de la Música

Luis Eduardo Aute cantaba con nostalgia "que todo en la vida es cine, y los sueños, cine son…". Cada vez que desaparece una sala de cine, muchos sueños mueren con ella. Es la ley de estos tiempos y de la desalmada especulación. Los antiguos y grandes cines van siendo sustituidos por una maraña de minisalas en centros comerciales, pero hay ciertos locales que son algo más que simplemente cines: son pura historia.

Tras el reciente cierre del Real Cinema, que se intentó infructuosamente transformar en teatro, le toca ahora el turno al Palacio de la Música de la Gran Vía, que cerró ayer definitivamente sus puertas tras 82 años de actividad. Fue, "tal vez, el mejor cinematógrafo de Europa", según se dijo en el Abc del 14 de noviembre de 1926, día siguiente al de su inauguración: "El Palacio de la Música es un prodigio de lujo, buen gusto, comodidad, elegancia…". Hasta la película con que se inauguró, La Venus americana, interpretada por la bella Esther Ralston y con Louise Brooks en un papel secundario, le parecía al cronista "una maravilla de presentación, gracia, arte e interés". Es verdad que el Palacio de la Música era de lo mejor de Europa, con casi 2.000 localidades repartidas en tres pisos, con conciertos y películas, y con una sala de fiestas en su planta baja.

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Desde su impactante estreno han pasado por esta pantalla películas y autores que han marcado historia. El espectacular Napoleón, de Abel Gance, La marcha nupcial, de Stroheim, las delicias de Benito Perojo, las primeras de Imperio Argentina, Don Quintín el Amargao, que se le atribuyó a Luis Buñuel, cosa que él desmintió, Tarzán de los monos, Una mujer para dos, de Lubitch... Y tras la Guerra Civil, Raza, aquella hagiografía que Franco se escribió a sí mismo, seguida tiempo después por Franco, ese hombre, con motivo de los llamados 25 años de paz.

Pero también fue en el Palacio de la Música donde se estrenó Lo que el viento se llevó, que había estado retenida en España durante 11 años, y Gilda, sobre cuya fachada, hermosamente pintada por Enrique Herreros, unos desaprensivos lanzaron botes de pintura, y Camarada X, de King Vidor, para la cual también Herreros pintó en la fachada una hoz y un martillo que atemorizaban a los viandantes de 1940, y La túnica sagrada, la primera película en Cinemascope, y las primeras de Joselito o Marisol, y películas de Cukor, Bergman, David Lean, Orson Welles, Hitchcock, Almodóvar, Clint Eastwood…

El cine Palacio de la Música, construido por el arquitecto Secundino Zuazo, fue inaugurado a bombo y platillo, nunca mejor dicho, con un concierto interpretado por 100 profesores; el nuevo cinematógrafo era también lugar de conciertos, especialmente los viernes por la tarde con la Orquesta Nacional. Y albergaba en su sótano una sala de fiestas, que nunca funcionó plenamente, al contrario que la de su vecino el cine Avenida —también clausurado—, cuya discoteca Pasapoga fue un punto de referencia de la vida nocturna madrileña, especialmente en los años cuarenta y cincuenta.

Cuando a principio de los años ochenta comenzó la primera crisis de las salas cinematográficas, el Palacio de la Música se transformó en tres salas aprovechando buena parte de los bajos en que se había situado aquella fracasada sala de fiestas. Se perdió entonces parte de su encanto y también el sentido que un local de su historial tenía en plena Gran Vía. Les ocurrió también a otros. Los cambios de estructura no afectaron al criterio de los programadores, anclados en horarios imposibles. Si la Gran Vía había perdido su hegemonía en la vida social madrileña, ¿por qué mantener intocables las sesiones nocturnas? ¿Cómo no adaptarlas a los horarios de quienes transitaban durante el día por esa histórica avenida? Los cines de los Campos Elíseos de París supieron entender la nueva situación y adaptaron sus horarios a las maneras de los nuevos tiempos, pero en la Gran Vía, erre que erre, los locales antiguos se empeñaron en seguir siendo lo que la sociedad ya no les pedía que fueran, como si los cambios de costumbres no fueran con ellos. ¿Una torpeza de los nuevos propietarios o astutas estratagemas para demostrar que ya no tenían sentido salones cinematográficos tan enormes y que era necesario reconvertirlos en negocios económicamente más saludables? Una ucronía, nunca se sabrá.

El caso es que la mítica Gran Vía, que ahora dicen que se llamó "el Broadway madrileño", se está quedando sin cines. Desaparecieron el Azul, Pompeya, Rex, Imperial, Avenida… y siguen amenazados los pocos que quedan. Si usted acude a alguno de ellos comprobará la desidia con que se mantienen, la rutina en la programación y hasta la falta de aseo. ¿Tienen ganas sus propietarios de conquistar a los nuevos públicos o prefieren que sus locales se mueran de aburrimiento para así tener buenas razones para reconvertirlos en otros negocios?

En fin, dentro de lo malo, parece que el Palacio de la Música se convertirá en sala de conciertos, devolviéndole así al local su esencia primitiva. Pero entre sus paredes seguirán los ecos cinematográficos que le dieron vida y son ya historia, las imágenes que permanecen en la retina de los afortunados espectadores que disfrutaron de una sala que presumía, y con razón, de ser de los mejores cines de Europa.

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