El vértigo de la autocomplacencia
Memorias. La reunión en un solo tomo de las memorias de Julián Marías no mitiga la desazón de quienes leímos las tres entregas de finales de los ochenta: el tiempo transcurrido ha ayudado a respaldar algunas de sus perspectivas más comprometidas sobre la posguerra pero ni lo contado ni, sobre todo, la voz autorial dejan de hacerse invenciblemente antipáticas. Un vago resentimiento inconfesado envuelve el volumen como un aliento o una atmósfera moral que lo condiciona dramáticamente y lo convierte en un ordenado censo de los méritos literarios y profesionales que han ido haciendo a un autor español fundamental desde la guerra. La pulsión egotista y autorreivindicativa llega al exhibicionismo guiado por un foco que sólo elogia y razona con generosidad la obra propia, sus propios libros e intervenciones. Y es tan raro que la virtud de la admiración se proyecte sobre otros (fuera de Ortega o Zubiri o algunos de sus amigos más queridos como Fernando Chueca o Dionisio Ridruejo) que involuntariamente acaba confirmando una de las cosas que más le irritaron siempre, el torpe diagnóstico sobre la desertización total de la cultura española en la posguerra. Leyendo este libro no habría manera de desmentir ese páramo si no fuese bajo palabra de honor, fuera de la calidad "desusada", en inteligencia y en valor, de los libros del propio autor y de su extraordinaria velocidad de escritura (que quizá ayude a entender estas memorias como un larguísimo y desafortunado desahogo).
Una vida presente
Julián Marías
Páginas de Espuma. Madrid, 2008
922 páginas. 33 euros
A menudo alude a libros valiosos, pero citar o comentar favorablemente, sólo los suyos, como si fuese una planta rara y única que conviene destacar una y otra vez en el contexto de la cultura española contemporánea. Y lo que hace dramático al libro es que eso es verdad, porque es verdad que fue Marías planta muy rara y muy excepcional, sobre todo hasta los primeros años sesenta: habló en un temple liberal y razonado insólito entonces, en un estilo sin contagio ideológico ni falangista ni nacional-católico, desde fuera de cualquier sueldo oficial o paraoficial (incluida la universidad, que no lo quiso) y con el ánimo central de reconstruir una continuidad intelectual con el mundo derrotado en 1939. Pero el sentimiento de ingratitud o de resentida falta de reconocimiento a su obra y persona fueron más fuertes que él mientras redactó, tan aprisa como confiesa, estas memorias.
El fondo de la historia es que desde 1956 crece el espejismo del origen de todo en esa fecha, con injusto y pertinaz desamparo o desprecio de quienes habían estado antes haciendo vida intelectual de valor y calidad (entre ellos, desde luego, el propio Marías con tantos otros de sus amigos de entonces, pero no cómplices políticos, como Laín, Tovar, etcétera). La coherencia con el argumento le obliga a una defensa de la sociedad franquista en pleno franquismo, 1960, que produce un estupor profundo. Yo sólo sé explicármelo por la proyección al pasado del presente de la escritura y sus melancolías o tristezas, mientras redacta sus memorias: aprobar para 1960 "una opinión pública bastante bien orientada -más que en años posteriores, más que ahora-", y ahora es 1989, es una deformación grave en persona de la ecuanimidad de juicio de Julián Marías. Sin embargo es ese sentimiento (más que diagnóstico) el que afea este grueso volumen lleno de información minuciosa tanto de sus múltiples y tempranos cursos fuera de España (Estados Unidos y América Latina, y el resto de Europa) como de una dimensión privada narrada con lupa mitificadora sin espacio para una sola arruga (porque la tragedia de la muerte de un hijo de pocos años o la de su mujer son desgracias sin paliativos).
Quizá Marías vivió paradójicamente en un mundo poblado sólo por gentes de su generación, a pesar del mucho tiempo que dedicó a pensar en el problema de las generaciones. Entre los rasgos más asombrosos de unas memorias que llegan hasta 1990 está la ausencia casi total de tratos o de relaciones o de lecturas de gentes más jóvenes, los mismos que vivieron 1956 como el origen de todo futuro. Aparece Cebrián de pasada, aparece brevemente Tusell, aparece Vargas Llosa..., y en una lista aparece mencionada Carmen Martín Gaite. Y nadie más, porque las he vuelto a leer enteras (lamentablemente, no hay índice de nombres) y ni Ferlosio ni Lledó, ni Savater ni Trías, ni García Calvo ni nadie que no sea estrictamente de su propia generación parece haber tenido contacto con el autor, lo que no deja de producir un escalofrío de soledad y enrocamiento en el propio mundo: autosuficiente y orgullosamente satisfecho de sus desusados logros, por decirlo con adjetivo que usa para sí mismo con expresiva autocomplacencia. -Pizzería Kamikaze y otros relatos
Etgar Keret
Traducción de Ana María Bejarano
Siruela. Madrid, 2008
123 páginas. 15,90 euros
Pizzería Kamikaze
Edgar Keret y Asaf Hanuka
La Cúpula. Barcelona, 2008
104 páginas. 15 euros
Narrativa/cómic. Hay una frase de Etgar Keret (Tel Aviv, 1967) sobre su infancia que da una idea de la posición moral desde el que escribe y que diferencia su poética, como la de otros escritores israelíes de su generación, de la épica implícita en la obra de autores mayores como Amos Oz o David Grossman: "Cuando yo tenía tres o cuatro años y me pegaban, o algo me dolía, nunca lloraba, porque me decía que no tenía derecho a hacerlo. ¿Qué es esto? Nada, en comparación con lo que mis padres habían sufrido. Y yo no quería entristecerlos". Etgar Keret pertenece a una generación que no vivió el Holocausto, pero que tampoco vivió los durísimos primeros tiempos del Estado israelí, cuando emigrantes de orígenes diversos, con el recuerdo de pogromos y persecuciones y la nostalgia a cuestas de sus viejos países, intentaban construir un nuevo país de la nada. La conciencia de lidiar con un destino más amable que el de sus mayores, junto con el peso de la dolorosa herencia recibida, ha desactivado en los escritores de la generación de Keret (está bien que los agrupemos bajo su nombre, ya que es el más leído y traducido de ellos, autor de varios libros premiados, así como de películas y de cómics basados en sus relatos) toda tentación por erigir la experiencia personal en exponente de lo colectivo. Ese rechazo a entristecer del Keret niño se percibe en las piezas reunidas en Pizzería Kamikaze (cuatro relatos y una novela corta), como ya se sentía en los cuentos de La chica sobre la nevera. Rechazo que es tanto más llamativo por cuanto que Keret no renuncia a tratar temas graves. Todo lo contrario. Su estrategia pasa por tratarlos oblicuamente, por cauterizarlos mediante el humor o, como en el caso de su acusada tendencia hacia lo trascendente, por esconderse en lo simbólico. La filiación pop y algo surrealista de su estética y un lenguaje de nítida sencillez hacen el resto. Muy recomendable.
Lanús
Sergio Olguín
Tusquets. Barcelona, 2008
279 páginas. 17 euros
Narrativa. Un barrio deprimido del Gran Buenos Aires, un protagonista que huyó hace años despavorido, ahora en crisis existencial, un amigo de la infancia que le pide ayuda antes de morir, unos tipos mafiosos que se enriquecen con las apuestas clandestinas, un regreso al barrio y el reencuentro con la pandilla de otros tiempos, la presentación en abanico de las mujeres que son objetivos sexuales del protagonista. Con estos elementos, Sergio Olguín (Buenos Aires, 1967), periodista y escritor, autor que ha convertido Lanús en el escenario principal de su obra literaria, monta una historia dinámica, una intriga policiaca, una evocación de las sensaciones de la infancia que el protagonista presenta en capítulos alternos en la primera mitad de la novela y un recorrido por la geografía de la ciudad y sus atrayentes y exóticos nombres. El joven Adrián es el centro de la narración. Rodeado y asediando o siendo asediado por tres (¿o son cuatro?) chicas, piensa sobre todo en el sexo, en las dificultades prácticas que presenta y en la necesidad de decidirse. Otra preocupación es el fútbol. Percibimos la rivalidad entre Racing y Boca, leemos una amplificación de la frase de Camus sobre que todo lo que aprendió de la vida lo debe al fútbol y nos sorprende una ironía lingüística muy reconocible referida al entrenador Menotti. Perseguido por los fantasmas del pasado y por los peligros evidentes del presente, es un tipo perdido y desconcertado, emblema de personaje juvenil actual. La novela, entretenida pero algo superficial, cuenta variados sucesos no siempre pertinentes, creo que gana enteros en la parte final cuando el lenguaje adquiere sequedad expresiva y es muy directo siguiendo el modelo de la novela negra. El protagonista metido de lleno en la boca del lobo, como un personaje westerniano en Lanús, "territorio hostil", quiere recuperar su integridad aunque se confunda con "la falsa inocencia de la niñez". Al final, el material adquiere consistencia.
Australia, un viaje
Jorge Carrión
Berenice. Córdoba, 2008
273 páginas. 18 euros
Viajes. La crónica de Indias es nuestra primera literatura de viaje. Demostró que el Mundo (que significa "limpio") es una página en blanco pero que cada testimonio es distinto. En la saga viajera del exilio republicano, la memoria es ya una página sobrescrita, donde cada memorioso busca afincar. Arturo Barea, Corpus Barga, Max Aub demostraron la flexibilidad novelesca, biográfica e irónica del género. Jorge Carrión (Tarragona, 1976) había desplegado en sus crónicas de viaje (La brújula, 2006) la ambición de su proyecto: una poética del viaje como la pregunta por el lugar del otro en el yo. Si el viaje revela que la ficción del otro es la verdad del nos-otros, viajar es rehacer el diálogo (el día del logos). Australia, un viaje es, primero, un testimonio de esclarecimiento. El autor va a Australia en busca de sus parientes, andaluces pobres, que en 1963 emigraron como cortadores de caña; 8.000 españoles lo hicieron dentro de la Operación Canguro, favorecida por Franco y la Iglesia. El diálogo de esos reencuentros reconstruye el linaje familiar, en cuyo mapa migratorio el narrador descubre el suyo propio. Ese trayecto es una novela persuasiva, que nos atrapa con su vivacidad e inmediatez. Australia se convierte en una construcción espectacular, forjada por el drama migratorio y la plaga de turistas. Pero Australia es también un archivo español. Quirós la llamó "Austrialia" (1606), y a mediados del XIX fundaron allí misiones Rosendo Salgado y Benet Serra. Este diálogo con la historia es el otro mapa del libro. Supone la ideología imperial y la cultura dominante. Pero aunque el diálogo es ahora logocéntrico (doctrinario) no es menos fascinante, y revela la tradición ideológica que subyace a la violencia actual contra los inmigrantes. El lector entra de inmediato en el diálogo y no puede sino decidir su propio lugar en el debate.
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