Una crisis es una crisis, es una crisis
En el tiempo que llevamos de legislatura no ha dejado el Gobierno de recibir bofetones, y hasta algún que otro testarazo, no de la oposición -ensimismada en su crisis de identidad-, sino de los hechos, de la realidad misma de la vida, que en ocasiones se rebela y se descontrola. Fue, primero, el caso de las sentencias sin ejecutar, que no eran cientos, ni miles, sino cientos de miles; seguimos por la pertinaz sequía que iba a dejar sin agua a todas las comarcas catalanas, incluida su capital; vinieron después los policías corruptos, capaces de aterrorizar a un municipio durante más de veinte años sin que sus sucesivos alcaldes se enterasen; perduró el escándalo de la prolongación sine die y en fase terminal del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional; en fin, y por no hacer la lista interminable, en aquel país de jauja en que ataban los perros con longaniza aparecieron unos grandes boquetes por los que se ha esfumado el superávit del que hasta ayer mismo el Gobierno se pavoneaba: no había otra potencia en el mundo tan preparada como España para hacer frente a lo que pudiera venir.
Como evidentemente ni siquiera habíamos previsto la magnitud de la crisis de todo orden, no sólo económica, que habremos de atravesar, y como este Gobierno que tenemos sólo a regañadientes parece dispuesto a dejar de cantar su letra preferida, aquella que dice: tout va très bien, madame la Marquise, no vaya a ser que se extienda el pesimismo, los ministros han decidido nombrar cualquier cosa que turbe la visión del idílico horizonte con vocablos imaginativos por ver si de esta manera transforman su naturaleza. Y así, al descomunal colapso de la justicia se llamó retraso; a las obras previstas para un trasvase de agua se llamó conducción; a la mafia policial se llamó caso aislado. Y lo que es más grande, y colmo de imaginación: al círculo vicioso formado por el aumento del paro y el hundimiento de la construcción, la subida de la inflación y la bajada del consumo, la escalada del Euríbor y la escasez de dinero, se ha llamado desaceleración acelerada.
Por más que el presidente se empeñe en no llamar a las cosas por su nombre, todo el mundo está ya al cabo de la calle acerca de lo que pasa por ser su inveterado optimismo y no es más que un ardid de mercadotecnia política. Lo grave es que también el ministro de Economía y Hacienda se deje llevar de esta moda posmoderna que consiste en creer que los hechos no existen, que sólo existen las representaciones y que, según cual sea la representación, así será el hecho. Creen, dicho al modo de Humpty Dumpty, en la ilimitada capacidad del que manda para cambiar el significado de las palabras. Si, por poner un ejemplo de otros tiempos, una negociación con un grupo terrorista se llama proceso de paz, será un proceso de paz, y si al final el sedicente proceso de paz salta por los aires, siempre habrá por ahí algún spoiler al que echar la culpa por no haberse enterado de qué iba verdaderamente la cosa.
No importa lo que la cosa sea en sí, puesto que no hay un en sí de la cosa: tal fue el gran descubrimiento de los constructivistas. Lo que importa es cómo la cosa se construye en cuanto hecho social, es decir, cómo se percibe la cosa por los destinatarios del mensaje, una masa a la que se presume amorfa y maleable. Y para construir el modo de percepción no hay nada como poner gesto de estar en el secreto de la cosa, susurrar: lo que yo te diga, y soltar: qué va, qué va, esto no es una crisis, esto es una desaceleración acelerada. Como antes: no, hombre, esto no es un colapso, esto es un retraso; esto no es un trasvase, es una conducción; esto no es una negociación, es un proceso de paz, y así.
En todos estos casos se produce una perversión del lenguaje que, mal que les pese a los que mandan, no conduce a la transformación de la realidad, sino a la percepción que el mismo hablante tiene de la realidad y al cabreo de quienes la sufren: a fuerza de repetir que esto no es una crisis, acaban creyéndose que esto no es una crisis y, como tienen poder, actúan como si, en efecto, esto no fuera una crisis. Lamentablemente, al final, la crisis les da un bofetón, la cosa se impone sobre el nombre ficticio y por más que se la quiera vestir de seda, mona se queda. Con un resultado tan perverso como el lenguaje en el que se origina este gran autoengaño: que el fatuo intento de transformar los hechos ocultándolos tras el velo de otro nombre, esfuma, si lo hubiera, el capital de credibilidad pacientemente acumulado por el hablante de turno. -
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