¡Bingo!
-Bienvenido, ¿me puede mostrar su documento de identidad, por favor?
Parapetado tras un fortín de escobillas para zapatos, relojes despertadores, ralladores de queso, monederos y paquetes de servilletas, el hombre de la pajarita toma nota de mi DNI, y yo me siento como si estuviera ante el agente de migraciones de un todo a cien. Pero él sonríe y me anima:
-Sólo por entrar aquí, ya ha ganado. Puede escoger cualquiera de estos regalos.
Observo nuevamente los tesoros que acumula y me pregunto cómo hacer para no llevarme ninguno. No es fácil, porque el hombre de la pajarita tiene recursos:
-Además, automáticamente, participa usted en el concurso de las siete de la tarde. Puede llevarse todo lo que está expuesto en esa mesa.
Me vuelvo hacia la mesa en cuestión, donde se exhiben dos paquetes de fideos, una bolsa de harina, una lata de atún y unos espárragos en conserva. Me embarga la emoción.
La entrada al bingo parece una nave espacial low cost. A lo largo del pasillo, me escoltan máquinas tragaperras que emiten rayos láser. Y al final, una puerta de seguridad me conmina a esperar con letras luminosas rojas. En un rincón, una enorme ruleta electrónica reluce con miles de lucecitas de colores, como si me estuviera escaneando para darme autorización de ingreso.
Al fin, la puerta me permite pasar y cruzo el umbral dimensional: ante mí se extienden decenas de mesas, cada una con espacio para unas 12 personas, multiplicadas por cuatro columnas. Centenares de personas habitan este universo paralelo, la mitad de ellas encerradas en una humeante pecera para fumadores. Como el escaparate de la entrada, pero con humanos en vez de espárragos.
No hay ventanas en este lugar. Sin un reloj, es imposible saber si afuera es de día o de noche. Sin embargo, no falta luz y color. Al contrario. Las columnas están rematadas por neones color violeta. Las paredes están cubiertas por pantallas con números bailarines. Y las vendedoras de cartones llevan trajes naranja. Desde todos los rincones, el local emite señales de alegría.
Escojo un asiento central en una mesa. A mi derecha, cara a cara, hay una pareja de septuagenarios que no se dirigen la palabra ni un instante. A mi izquierda, tres señoras alternan el examen de sus cartones con rápidos vistazos a una revista del corazón. Huele a plátano, porque una de las señoras acaba de comer. Sobre la mesa, el menú anuncia: bacalao a la llauna con judiones. Siete euros.
Pido un cartón a una de las chicas de naranja.
-Son tres euros -dice.
-¿No costaban dos euros?
-A veces cuestan tres.
-¿Por qué?
-Porque así va esto.
En el reverso de los cartones se lee un mensaje de la Generalitat de Cataluña, que advierte de que sólo se puede jugar al bingo con cartones autorizados por el director general de Juegos y Espectáculos. O sea que esto es oficial.
-Comenzamos -dice una voz aterciopelada que empieza a cantar los números, como un mantra-. Sesenta y cinco. Seis, cinco. Setenta y dos. Siete, dos.
Las bolitas chisporrotean en una gran urna como palomitas de maíz gigantes. El público guarda silencio. Las vendedoras se desplazan a la pecera y se encienden cigarrillos. El mundo se detiene.
Al fondo del salón, una clienta de unos 95 kilos come sin separar la vista de su cartón. Para no tener que distraerse del juego, lleva un babero blanco. Y sólo suelta los cubiertos para levantar el lápiz rojo con que marca los números. De repente, se le ilumina la mirada. Se le acelera el pulso. Grita: "¡Bingo!". Se produce un pequeño alboroto. Una vendedora se le acerca y proclama el número de su cartón. Un juez la da por buena. De mi mesa, emana un suspiro de derrota.
La vendedora se acerca a la ganadora con un cartel rojo donde pone "bingo" y lo coloca en la mesa, junto al bacalao, como un trofeo de guerra. La mujer del babero está radiante. El monto es 364,56 euros. Y si permanece aquí tres horas más, aún puede ganar las latas de atún.
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