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Los 37 lectores de Borges

Juan Cruz

Hay un libro, Los nuestros, de Luis Harss, que la Editorial Sudamericana publicó en 1966, después de que apareciera en inglés, y que ahora se lee como una foto fija de lo que luego se llamó el boom de la literatura iberoamericana; y leyendo esa foto fija uno se da cuenta de hasta qué punto el aparente interés español por la literatura iberoamericana es una impostura. En España de la leche interesa la nata; el resto lo tiramos, así nos hemos pasado la vida tirando lo que hay debajo -o encima- del boom; si ya conocemos el boom, para qué seguir leyendo.

Sobre el boom hay un malentendido histórico; ha terminado presentándose como un lanzamiento comercial de unos tipos -básicamente, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar- ágilmente agitados por una agente literaria, Carmen Balcells, en un contexto propicio para su penetración imparable. Y el boom fue mucho más: ellos y muchos más. Sigue siendo: el boom sigue existiendo, tratamos de taparlo con un dedo. El dedo español.

El aparente interés español por la literatura iberoamericana es una impostura
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El 'boom' sigue existiendo; tratamos de taparlo con el dedo español

Así, poniéndole el dedo o el circulito comercial del boom al momento literario que representaban esos escritores en aquel tiempo, el fenómeno se podía vender como eso, como un fenómeno, y, más aún, como un epifenómeno; y luego se podía parar. No se paró, pero tuvo sus contratiempos. Los tiene aún; los tienen sus herederos.

De hecho, casi treinta años más tarde, a principios de los noventa, la literatura iberoamericana era incapaz de arañar presencia en la estantería o en los medios españoles. Siguieron marcando su rumbo los escritores de aquel cuarteto, pero no tanto: unos años después de muerto el autor de Rayuela, escuché decir a un editor que para divulgar a Cortázar -de nuevo- había que traducirlo al castellano; y para vergüenza de aquel tiempo, y de esas opiniones, se podía traducir, sólo para verificar todo lo que inventó Cortázar para hacer más grande el castellano.

Siguió el cuarteto de los jóvenes del boom pero poco a poco España le fue poniendo su proa a la literatura hecha en Iberoamérica, y aquellos años 90 fueron testigos de la impostura. Con las excepciones que tiene cualquier regla, a los autores de la otra orilla, a pesar de ser miembros del territorio de La Mancha del que habla Carlos Fuentes, se les puso la proa española; eran demasiados, venían demasiado, no había sitio para tanta gente. Fue la época en que se instituyó el término sudaca, por cierto.

En aquel libro de Harss aparecían también, eran parte de la misma época, Borges, Asturias, Onetti, Guimarães Rosa, Carpentier, Rulfo, que ya iban camino de hacerse clásicos. Acaso porque ya iban siendo importantes, en seguida se les desprendió del fenómeno, a la espera acaso de que el boom fuera flor perecedera y un día aquel cuarteto de chiquillos -Vargas Llosa tenía 27 años cuando Harss le visitó para hablar de su naciente obra literaria, un adivino; Gabo y Fuentes no habían cumplido aún los cuarenta- se diluyera para dejar reluciente o solitaria la sagrada patena de la literatura de nuestro terruño.

Pero, claro, aquello fue imparable, como una presa desbocada. No era extraño, dijo Borges, precisamente en ese libro: la literatura iberoamericana que ellos representaban bebía de más tradiciones que cualquier otra literatura, española, europea, mundial, estaba en mejores condiciones para hacerse imparable, eso decía él. Claro, Borges se refería sobre todo a la tradición francesa, que equipó de diversidad y de una cultura diferente la imaginación de sus paisanos; orgulloso e indiferente, esto dijo, además, el sabio ciego y polémico: "Cuando hay una renovación literaria, esa renovación viene de América, y desde luego bajo el influjo de los franceses, más leídos y mejor leídos en América que en España".

El río no cesaba. A aquella literatura diversa, pletórica, se iban adhiriendo, casi contemporáneamente a aquel 1966 que retrató Luis Harss, gente como Guillermo Cabrera Infante, José Donoso, Mario Benedetti, Roa Bastos, Alfredo Bryce Echenique, Manuel Puig, Manuel Mujica Lainez y tantos otros que convirtieron en una alineación de muchísimos jugadores aquel equipo consagrado en 1966, el momento más álgido del dichoso -que no desdichado- boom de la literatura iberoamericana.

Más de cuarenta años después, aquella incursión de la armada del boom y de los parientes del boom no ha logrado sino consolidar lo que ya hubo; sigue habiendo las mismas dificultades de siempre para que venga lo nuevo, que es numerosísimo e importantísimo, y los autores a los que no conoce ni Dios (esa frase con la que se cierra la puerta al conocimiento de lo nuevo, hasta que obtiene premio, o castigo) pasan por las ferias y los saraos sin otra gloria que su pena.

En su libro Historia de un encargo: 'La catira' de Camilo José Cela (Anagrama), el editor y escritor Gustavo Guerrero recoge una frase de su colega mexicano Ricardo Cayuela (editor de Letras Libres) que ilustra la rabia que sigue produciendo allá este desdén de acá: "Las autoridades españolas", decía Cayuela en 2003, "festejan la lengua, la promueven, presumen de ella en todos los foros y ámbitos internacionales y, al mismo tiempo, no tienen ningún interés por conocer a los hablantes de esa lengua ni les interesa lo que escriben o lo que hacen".

Suena fuerte, o sea que es verdadero. Ahora estamos cerca del bicentenario de las independencias, y en el prólogo de esa efeméride, la Feria del Libro de Madrid ha tenido la feliz ocurrencia de celebrar la literatura iberoamericana. Una feliz idea que pasa por Madrid como un homenaje y también como un espejismo. Los escritores han venido, a veces han dialogado entre ellos mismos, se han juntado en instituciones latinoamericanas, o casi, se han escuchado hablar de lo que les junta sin tener delante, muchas veces, a aquellos que se supone que son de su misma cultura y de su misma lengua (la lengua común que nos separa, que dijo Bernard Shaw, también citado por Guerrero); ni los medios ni el público han sabido demasiado de lo que quieren, de lo que hacen, de lo que escriben, de lo que añoran o de lo que rompen.

La gente espera a que el hielo se caliente para tocarlo; dentro de algún tiempo los que ahora han visto, indiferentes, como los autores iberoamericanos que ya no son sino los nietos del boom regresan coronados, y entonces querrán tocarlos, serán materia de fama y de tertulias.

Serán, acaso, como aquel Borges de sus inicios, y aún más allá, que le contaba a Harss su fascinación cuando supo que 37 personas -¡37!- habían comprado en un año su Historia de la eternidad. "Yo tenía ganas de buscar a esas 37 personas, agradecerles, pedirles disculpas por lo malo que era el libro".

Ahora por España pasan y han pasado numerosos escritores iberoamericanos que a lo mejor han vendido 37 libros, o menos, se han encontrado con 37 lectores, o menos, y esos 37 testigos de lo que hacen algún día le podrán decir: "Fui yo uno de los 37". Y alrededor, acaso, habrá multitudes de los que ahora les han visto pasar, indiferentes.

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