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Columna
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Islas

Pues sí. He estado en el Caribe hasta hace unos días. Pero no me tengan demasiada envidia: allí llueve a diario, como aquí. He participado en un máster de la UPV en la Universidad de Santo Domingo, en la Republica Dominicana, y he de constatar que no es muy cierto que el calor bochornoso lleve al dolce far niente o, dicho menos finamente, a la holgazanería. Allí, un profesor universitario ha de dar a la semana nada menos que cuarenta horas de clase (aquí, unas ocho; y nos quejamos), y si quiere llegar a fin de mes, buscarse además algún trabajo o cargo complementario. Por supuesto, no tienen tiempo para tutorías personalizadas, ni apenas para seguir formándose y para investigar, que es en lo que invertimos el resto del tiempo los afortunados de aquí.

Luego le expliqué al buen hombre que se confundía, que no, que Euskadi no era una isla

El caso es que nuestro inefable lehendakari estuvo tiempo atrás también por allí, inaugurando ese máster y tratando otros asuntos, y algunos selectos dominicanos que le conocieron me han contado maravillas de él. Qué bien habla, qué discurso magnífico nos ofreció, qué hombre. Tanto elogio encendido me mareó un poco y, por un momento, no supe muy bien dónde estaba. Pero como sólo cabían dos posibilidades -haber entrado en un batzoki por casualidad, o estar en un país lejano en el que es fácil seducir con unas buenas maneras y una buena cartera de inversiones-, fui situándome poco a poco.

Después, intentando resguardarme de una tromba de agua caribeña, cogí un taxi en el que un dicharachero taxista dominicano me puso al corriente de su visión del mundo (llamémosle visión geopolítica). Me preguntó de dónde era. Le dije española, vasca. ¡Ah, vasca!, me espetó, ustedes quieren la independencia, ¿no? Antes de que tuviera tiempo de ensayar alguna respuesta, él siguió: pues lo tienen fácil... ¿Fácil?, le pregunté, intrigada. Sí, claro, siendo una isla... Me quedé ojiplática durante un rato y luego le expliqué al buen hombre que se confundía, que no, que Euskadi no era una isla. Pues él estaba convencido. Tanto, que hasta yo empecé a dudar por un momento. Este lunes, vuelta ya al terruño, le oigo decir a Patxi López: Euskadi no es una isla, ni lo quiere ser. Pero veo que se lo dice al lehendakari, no a mi entrañable taxista.

Y es que cuando una trota por el mundo y suelta que es vasca, puede ocurrir cualquier cosa. Hace muchos años, mientras estudiaba en Italia, un joven italiano me dijo todo entusiasmado: ¡Yo estoy con vosotros, con vuestra lucha! ¿Qué lucha?, le pregunté. Se quedó bastante cortado cuando le conté mi visión de las cosas (vascas). Pero su sangre estético-revolucionaria podía más: me pidió que le trajera una ikurriña para su habitación de estudiante, donde un póster del Che y otro de Mussolini convivían pacíficamente. Más me sorprendió la reacción de un profesor italiano al que yo creía instruido e inteligente, cuando me animó a que le hablara del euskera y de la cultura vasca. Seguramente fui muy apasionada en mi defensa de la lengua, de su antigüedad, de sus características, pero su respuesta me dejó helada: Ah, entonces tenéis razón en defender por todos los medios, hasta con armas, una lengua y una cultura tan particulares...

¡Qué dice!, le espeté cuando pude reaccionar. Las lenguas y las culturas no están por encima de sus hablantes (ni de sus no hablantes), no están por encima de sus componentes de carne y hueso, de rostro, de nombre y apellido. Hasta ahí podíamos llegar.

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