Noches
Cuando yo comencé, los diarios tenían un vientre de plomo. El periódico se hacía allí, de madrugada, bajo una luz de bombillas y metales. El taller reunía de madrugada a la aristocracia obrera: los linotipistas, los cajistas, el regente (un dios tonante) y un puñado de redactores con sueño atrasado. Quien no se ha quemado con una columna recién fundida, no ha medido los textos con un cordel, no ha escuchado el clac de una caja al cerrarse y no ha visto al cajista cargar el peso de la página sobre la cadera, para llevarla a fabricar la teja, se ha perdido algo. Quien no ha visto eso es como quien no asistió a una actuación de los Beatles: no sabe la cantidad de energía que puede liberar un montón de gente en un espacio cerrado.
Los diarios ya no se hacen así. La información fluye por un impulso eléctrico. La esencia, sin embargo, es la misma. Siempre hay un tipo que trabaja de madrugada. Puede estar bajo el rugido de la rotativa, o frente a una pantalla de ordenador, o ante una mesa de control, o en el amanecer violento de una puerta que descarga paquetes de periódicos sobre las furgonetas de distribución; da igual. Es inexorable: en esta industria, un tipo mal pagado (demasiado bien pagado, según la empresa) pasa sus noches en la fábrica de las noticias.
O las mañanas. Cuando los fascistas hicieron su cosita heroica contra el diario en el que escribo, la bomba estalló por la mañana. Mató a Andrés Fraguas, hirió gravemente a José Sampedro e hirió a Carlos Barranco. Historia de la transición. Esta vez, los fascistas (ah, la patria) se han puesto los correajes un poco más tarde, pasada la cena. Sin abusar, porque los señoritos tienen sus horarios y necesitan estar descansados. No vaya a pillarles el diálogo con la legaña puesta.
El fascismo no soporta a los obreros. Y quiere que se note. El fascismo se expresa muy bien cuando pone una bomba en un taller, como ayer en las rotativas de El Correo.
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