Hasta en el cementerio
Ha empezado en Austria y Suiza la Copa de Europa de fútbol, que cubre dos países, ocho ciudades, dieciséis equipos patrios, más de un millón de espectadores en directo y decenas de millones por televisión, negocio fantástico para el sector de la electrónica, a través de la venta de televisores planos, y la publicidad, el turismo y la seguridad. La fiesta movilizará mucha policía estatal y particular, e incluso se abrirán cárceles especiales para hinchas desenfrenados. Y, con la euforia, es probable que se desate un poco el ansia compradora de coches, que dan libertad, según la propaganda. El gran fútbol es estupendo para la economía. Casi en el momento en que rueda en Basilea la primera pelota entre Suiza y la República Checa, me entero de que el dueño del cementerio de Marbella es la Sociedad Española de Fútbol, que gestiona a la Liga de Fútbol Profesional (LFP). Lo contaba el jueves en estas páginas Juana Viúdez.
La finca del cementerio fue embargada por una deuda de la empresa municipal Eventos 2000 (¿cuándo se impuso la fea y potente moda de llamar evento a todo, desde una feria agrícola a un entierro o a una exposición de estatuas?). Eventos 2000 no pagó la exhibición de la palabra Marbella en las camisetas del Atlético, y la parcela es ahora propiedad de la LFP. Platini, presidente de la UEFA y antiguo genio balompédico, ha declarado que el fútbol siempre ha movido dinero en grandes cantidades. Plutócratas americanos, rusos y tailandeses compran clubes ingleses ajustándose a la internacionalización del capital. El fútbol es la flor lúdica de la especulación económica y política. Aquí tuvimos al desaparecido alcalde Gil, de Marbella, versión provincial de lo que luego sería Berlusconi en Italia: la suma del balón, el espectáculo y la política entendida como parte del negocio privado.
El dinero del Ayuntamiento iba o fingía ir al club futbolístico del alcalde, y la Liga de Fútbol ha terminado por ser propietaria de la parcela donde, desde hace casi veinte años, entierran a los muertos marbellíes. El camposanto tiene repentinamente algo de campo de fútbol. Los ingleses inventaron el balompié moderno, pero también los cementerios-jardín, y ahora, en Marbella, descubro el cementerio futbolístico de la Liga. Es verdad que el silencio sepulcral, propicio a los suspiros dolientes, se parece al silencio de un estadio vacío. Habíamos perdido el respeto y la veneración a los difuntos por repugnancia hacia la muerte, pero quizá las millonarias sociedades deportivas nos devuelvan como público a los cementerios, recordándonos la analogía geométrica entre los nichos ordenados y numerados, las líneas blancas de los terrenos de juego, las generaciones de jugadores con número que van pasando como la vida. Camposantos y campos de fútbol favorecen la meditación sobre la naturaleza efímera de la gloria y la obra del tiempo.
Un cementerio dice bastante sobre cómo vive la sociedad que lo mantiene. El caso de Marbella podría transformar la industria de la muerte y las prácticas fúnebres. Si la Liga de Fútbol Profesional explotara su propiedad mortuoria vendiendo nichos en patios con nombres de equipos y estadios carismáticos, los santos serían sustituidos por los ídolos del estadio. La costumbre medieval del enterramiento en las iglesias se perpetuaría con la conversión del cementerio en una especie de ampliación del estadio, templo de los nuevos tiempos, adonde los devotos acuden los domingos por la tarde, como en otra época visitaban el cementerio en las mañanas festivas. Posiblemente la futbolización de la vida eterna provocaría un retorno al decaído culto a las tumbas. Volveríamos a acostumbrarnos a convivir con la muerte de un modo más normal y apacible. Los muertos, como el fútbol estelar, son reales, aunque no pertenezcan a nuestra realidad.
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