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La carrera hacia la Casa Blanca
Columna
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El regreso de la pasión política

Lluís Bassets

Las elecciones no son únicamente un sistema de selección de dirigentes, sino un espejo en el que un país se observa a sí mismo. Actúan como una especie de laboratorio donde se disecciona la realidad y se trazan planes de futuro. Su celebración no es un mero procedimiento, sino un ritual en el que se moldea la sociedad que las celebra. Raramente estas características se hacen visibles en las democracias más antiguas y asentadas, que las organiza de forma tranquila y sin una efusión pasional más allá de lo normal. Pero de vez en cuando, en circunstancias excepcionales, tenemos el privilegio de observar la profundidad de un método, el democrático, que cambia y dinamiza la sociedad que lo aplica.

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Esto es lo que ha ocurrido en estas primarias, las más largas e intensas de la historia americana, y lo que tiene toda la pinta de seguir ocurriendo hasta noviembre cuando se decida la pugna entre Obama y McCain. Hace 16 meses se produjo el lanzamiento de la campaña del senador afroamericano, cuando la senadora Clinton parecía tener la nominación en el bolsillo antes de subirse al autobús electoral. Han pasado otros cinco largos meses en los que los candidatos han recorrido millares de kilómetros, organizado centenares de mítines, y debatido en más de una veintena de debates televisivos. Se han celebrado 56 comicios que han movilizado a cerca de 40 millones de votantes, mediante los más variados métodos para elegir a los delegados: desde asambleas con voto a mano alzada hasta la clásica elección en urna, pasando por una combinación de los dos sistemas.

El resultado ha sido tan indiscutible como apretado. Obama tiene la mayoría de delegados que necesita para salir nominado oficialmente de la convención demócrata. Ha construido una poderosa coalición de ciudadanos negros, jóvenes y profesionales, con gran peso de los votantes nuevos e independientes, que corresponde a la América emergente. No ha calado tanto, en cambio, entre los hispanos, trabajadores blancos y católicos, que se han mostrado fieles a Clinton y configuran la hipótesis de un grupo de demócratas que puede decantarse por McCain si no recibe las señales adecuadas a partir de ahora.

Obama tiene ahora ante sí la tarea de unir a los demócratas si quiere hacer creíble su propuesta de unir América en una nueva coalición presidencial, en la que debe alcanzar la geografía social y política que ha quedado fuera de su alcance. Pero debe hacerlo sin perder nada de su frescura y originalidad, y eso es algo que temen muchos de sus partidarios cuando se trata de asociar el nombre de Clinton a esta fase decisiva. La campaña de Obama ha funcionado en las primarias como una flecha, sin cambios de rumbo ni vacilaciones, disparada por la tensión del cambio que necesita Estados Unidos después de una presidencia tan desastrosa como la de Bush. Su dirección ha sido casi perfecta, de forma que el cálculo y la estrategia han actuado con precisión para ganar delegados, ir siempre en cabeza, y dirigir la agenda política.

Lo contrario de Clinton, que ha tenido que echar a dos de sus más estrechos asesores durante la campaña, no ha seguido una clara orientación estratégica y ha calculado erróneamente su distribución de esfuerzos en los Estados más pequeños, que es donde Obama le tomó más ventaja. Hay una cierta contradicción entre dos imágenes sucesivamente vendidas durante la campaña: la de la primera mujer que llega a la Casa Blanca por sí misma y la de un personaje político con experiencia y temple para resistir una crisis mundial. Al final, lo que ha quedado ha sido el argumento dinástico: para situar a los Clinton ocho años más en la Casa Blanca mejor apostar por la idea de cambio que ofrece Obama. Hillary no ha sabido tampoco emancipar su imagen de la de su esposo, en flagrante contradicción con su propuesta feminista. Y la capacidad persuasiva de Bill, que debía jugar como una baza, ha terminado actuando en sentido contrario, gracias también a la coalición de odio, sobre todo mediático, que ha levantado este apellido. Lo mismo ha sucedido, aunque no conocemos todavía la intrahistoria de la campaña, con la nariz política del ex presidente, cuya excelencia indiscutible ha permitido en cambio tantos errores de dirección.

Las primarias han servido para balizar a plena luz y ante un interés creciente del público los diferentes grupos sociales, múltiples identidades y adhesiones religiosas, ideológicas e incluso culturales que determinan las posiciones políticas de los norteamericanos. Hoy saben mucho más sobre sí mismos, sobre cómo es su sociedad, y saben también mucho mejor cómo salir del barrizal en el que les ha metido el presidente Bush. Estas primarias han hecho mejor a la democracia americana, al igual que Clinton ha hecho mucho mejor a Obama. Mientras la pasión política parece desertar de un continente europeo derechizado y envejecido, las largas elecciones presidenciales norteamericanas están dando nueva vida a su democracia y levantan de nuevo la pasión política entre sus ciudadanos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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