Un solo pueblo de ocho millones
El principal objetivo es que Cataluña "sea un solo pueblo de ocho millones". Lo dijo el presidente Montilla al inaugurar las jornadas del Círculo de Economía. Y añadió que de esta premisa se derivan todas las prioridades de la acción de su Gobierno. La frase ha pasado desapercibida, como ocurre a menudo con aquellas ideas que no se corresponden con el rol asignado previamente a los distintos actores del espectáculo político. Pero me parece que tiene un importante valor programático.
Llevamos tiempo diciendo que no basta con gestionar con discreción, que al presidente Montilla le falta una idea fuerte sobre Cataluña. Ahí la tenemos. Un solo pueblo de ocho millones de personas es la aceptación de que el origen de las personas que pueblan Cataluña no cuenta como factor de discriminación (ni positiva, ni negativa). Por tanto, independientemente de cuál sea la conciencia nacional subjetiva de cada uno de los habitantes de este país, todos tienen los mismos derechos y deberes. Y sobre todo, todos merecen igual reconocimiento. Con esta idea Montilla se sitúa en sintonía con Carod Rovira cuando dice que el censo de un referéndum por el derecho a decidir debería ser el de los poseedores de tarjeta sanitaria. Y se desmarca claramente de la niebla chovinista que a menudo se pone sobre determinados sectores sociales catalanes: la creencia extendida, por mucho que los portavoces políticos guarden las apariencias, de que Cataluña ha de ser lo que quieran los catalanes de toda la vida. O si se prefiere en la versión más cursi, que el país sólo puede ser gobernado por quien ama a Cataluña. ¿Cómo se sabe quién ama a una construcción del espíritu como es una nación? ¿Quién decide las pruebas para pasar el examen del amor a la patria? Espero que algún día me presenten a esta señora para poder saber si me gusta, porque he de confesar mi dificultad natural para amar abstracciones y entelequias.
Sacralizar lo diferente crea endogamias, que en un mundo global están condenadas a la decadencia
En cualquier caso, frente a la Cataluña nacional, la Cataluña cosmopolita. Trabar esta realidad social compleja es de una gran exigencia política, especialmente en el campo de la formación y de la comunicación, y en la actuación sobre los territorios de mayor complejidad social de Cataluña. Sólo desde una cultura de la curiosidad y de la receptividad se puede consolidar el mínimo denominador común que convierte en sostenible una sociedad hecha de gente diversa que no renuncia a serlo.
Y esta voluntad inclusiva llama a la recuperación de la política. Poco después de la intervención de Montilla, Javier Solana, el responsable de la política exterior europea, describió las tres tendencias que cree que determinan la geopolítica en estos momentos: el retorno de la política, el fin del mito de la globalización y el cambio en el reparto del poder. Durante la década de 1990 se creyó que el mundo gobernado por la economía iba con el piloto automático puesto y que los gobiernos sobraban. Fueron tiempos de desprestigio sistemático de las instituciones políticas, incluso por parte de algunos de sus gobernantes, en que cualquier proyecto político era visto como un obstáculo y la ideología dominante pretendía que la capacidad normativa derivaba directamente del poder económico. Esto se acabó. Lo acabó, en parte, el 11-S, que sirvió de trampolín a la operación político-ideológica de más calado de los últimos años: la revolución conservadora americana. Pero lo ha acabado definitivamente la crisis financiera y alimentaria: la dinámica económica no basta para ordenar el mundo. Se hace imprescindible el retorno de la política para que los procesos de globalización sean mucho más gobernables y mucho más predecibles.
Si se ha llegado a esta conclusión es, en parte -segunda tendencia, según Solana-, porque la globalización ha dejado de ser vista como la fiesta de los milagros. Ya no sólo los perdedores de la globalización, también los presuntos ganadores la critican. El descontrol se ha hecho grande, los polos de poder se multiplican, la globalización del crimen empieza a ser una amenaza: los subterráneos del proceso son tan grandes que las cloacas de la globalización han empezado a desbordarse por las calles de muchos países, donde las fronteras entre legalidad y crimen son cada día más difusas.
Y sobre todo, los presuntos ganadores occidentales de la globalización están inquietos porque el reparto de poderes está cambiando (tercera tendencia, según Solana). El poder es escaso y, cuando cambia su distribución, unos ganan y otros pierden. Aparecen con fuerza nuevos actores difíciles de domesticar. Es cierto también que estos nuevos actores no siempre son estados convencionales y que, por tanto, las terminales del poder no son tan fáciles de reconocer como estábamos acostumbrados. Los recursos energéticos otorgan poderes suplementarios a estados aparentemente débiles y generan oligarquías indomables. El despertar de su capital humano se ha convertido en la gran fuerza de los países más poblados. Los nuevos colonizadores que reparten dinero a la búsqueda de reservas energéticas, alimentarias y minerales en el llamado Tercer Mundo ya no son sólo occidentales. De modo que los conflictos de intereses se multiplican. Y la revancha de los países colonizados por Occidente está servida: sus gentes ocupan hoy los corazones de las viejas metrópolis, su dinero financia los déficit de la gran potencia, sus empresas nacionales tienen sus tentáculos en las grandes compañías del primer mundo.
Hay trabajo para la política. Y si a nivel global se trata de encontrar las reglas del juego en un mundo cada vez más trabado, en que, por ejemplo, China financia indirectamente a Estados Unidos la guerra de Irak, a nivel nacional se trata de componer puzzles con mayor número de piezas, para que los extraños se sientan vecinos, capaces de comunicarse y de tener intereses comunes. Es cierto que, a menudo, las diferencias aumentan cuando personas diversas entran en relación. Pero sólo en la relación las diferencias se hacen creativas y productivas. Con lo cual lo determinante no es la diferencia, sino la relación. Sacralizar la diferencia es crear espacios endogámicos, que en un mundo globalizado están condenados a la decadencia, por mucho que en momentos de desconcierto y de cambio se piense que son el mejor refugio para sobrevivir.
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