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Columna
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Bibliotecas

El universo, que otros llaman la Biblioteca: así comienza la más famosa narración de Jorge Luis Borges, aquel ciego que amó los libros por encima de cualquier otra variante de la perplejidad o del vértigo, y que en razón de su lealtad se convirtió en director de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, reducida para él a una noche indistinta a la que dedicó un poema no menos famoso. Borges vio en los libros un reflejo velado del mundo que se extendía fuera de sus guardas, una metáfora polvorienta, frágil, condenada a la polilla, de todo cuanto puede llegar a deslumbrarnos o a aburrirnos en medio de esa confusión que llamamos realidad. Yo lo imagino deambulando por los pasillos de esa vasta construcción que no podía ver, intuyendo sin embargo las miríadas de vidas truncadas, de pensamientos, anécdotas a media voz, peripecias de la carne y del espíritu, selvas, constelaciones y sospechas que se agolpaban en los anaqueles igual que en la confesión de un moribundo. Todos, al ingresar en una biblioteca, en el modesto edificio de un ayuntamiento de pueblo, en las catedrales sagradas donde se preservan los manuscritos y las ediciones con inmortalidad garantizada, hemos experimentado el mismo hechizo: el paso se vuelve cauteloso entre las galerías, la voz no se atreve a violar el tono del susurro, y la conciencia se siente sofocada y eufórica al saber que a su alrededor, en esos enseres ajados que se amontonan contra los estantes, se encuentra todo lo que alguna vez podrá llegar a conocer y más, mucho más, de lo que alcanzará a olvidar. Educados en la cultura de la página escrita, hemos aprendido a identificar los libros con la sapiencia, con el temple necesario para acometer las vicisitudes de la vida, y todavía nos llena de estupor y un poco de envidia visitar la casa del amigo cuyas paredes se hallan repletas de lomos, algunos con filigranas en relieve, otros con el cartón tan gastado que apenas pueden declarar a quién pertenecen, todos convencidos, unánimemente, de que a las palabras puede llevárselas el viento pero las letras quedan, de que una página ofrece un refugio mucho más sólido contra la destrucción y la barbarie que los búnkers de los dictadores. En latín: verba volant, scripta manent.

Me pregunto si todas esas supersticiones en torno al orbe de los libros y el aura de respetabilidad con que rodean a sus dueños mantendrán su vigencia ahora que la Biblioteca Nacional cabe en un bolsillo. La de la Plaza Colón, pero también la Bibliothèque Nationale de París, la British Library y la que Borges solía recorrer en su insomnio perpetuo. La ESCO, Fundación Núcleo de la Escuela Superior de Comunicación de Granada, acaba de sacar a la calle una editorial de e-books, o libros electrónicos, que pone a nuestra disposición esa promesa sacrílega: la de introducir la memoria completa de la humanidad, sus epopeyas y sus miserias, en el mismo hueco en que guardamos la cartera y las llaves del coche. En un aparato minúsculo con aspecto de agenda para congresistas se hacinarán, siempre que se añada la tarjeta de memoria correspondiente, hasta seiscientos y pico títulos que pueden ensancharse si los circuitos de silicio ponen de su parte. La innovación cautivará a las mentes duchampianas que amen la miniatura y lo portátil, pero mueve a la alarma a quienes, igual que yo, identifican la biblioteca con un espacio y no con una mera acumulación de papel sobre las baldas. Por supuesto que no significa el fin de la literatura, por supuesto que la imaginación no cesará por ello de dejarse arrastrar por relatos, mentiras y cuitas ajenos, ni siquiera creo que implique el fin del libro tal y como lo hemos conocido hasta aquí. Sí dudo, sin embargo, del porvenir de las bibliotecas. Con el precio actual de la vivienda, el espacio para alinear volúmenes tendrá que sacrificarse a necesidades más perentorias: si el universo cabe en un bolsillo, mejor dejar paso al televisor de plasma y la bicicleta estática. La nostalgia, ese vicio de los resentidos, se vuelve irrefrenable: no me veo pulsando botones frente a una pantallita en las tardes de lluvia, mientras mi aburrimiento se pregunta qué frase en qué página de qué estante le reserva la sorpresa del azar.

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