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Columna
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Los vainas 'verdes'

Buena parte de estos últimos años viví en un ático de los bulevares de Sagasta y desde la terraza contemplaba, en invierno, los leños erguidos de los viejos árboles y los desamparados garabatos de las nuevas plantaciones.

Todo ello está embozado ya en el verde opulento de la primavera, una de las desconocidas señas de identidad de nuestra Villa. En aquellas alturas cruzaba el viento entre las buhardillas, como un liviano diablo cojuelo que silbara una antigua y misteriosa melodía. Luego, al bajar al asfalto todo se convertía en otra cosa.

Ahora, lo más del tiempo lo paso al borde del Cantábrico, con el fleco de las olas, literalmente, a tiro de mi ya débil mano. Enero y febrero, marzo incluso como en toda la Península, fueron apacibles, estivales casi, hasta la llegada de las bienaventuradas lluvias que aquí pasan del insidioso orvallo, el sirimiri, el calabobos, a la galerna desatada, cuyas toses nos llegan de Galicia, con vientos casi huracanados.

Activos ecologistas siguen atentos a lo que nadie vigila por obligación y, a veces, se pasan
Aquí, como en el paraíso, todo bicho tiene su denominación y dos osas se llaman 'Tola' y 'Paca'

A cualquier hora, bajo la tenue y tozuda llovizna contemplo cómo pasean por la playa mujeres y hombres tranquilos, desplegado el paraguas y los pies descalzos chapoteando la rizada espuma de la orilla. A ratos, el cielo despejado refleja un agua azul que parece recién pintada por Murillo. Otros, el nublado plomizo, alegrado por el reventar de las olas contra la arena.

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Los fríos boreales se han retirado de esas tierras y la nieve se confina en las cercanas cordilleras. El dudoso calorcillo del sol conforta a los paseantes y anima a docenas de jóvenes surfistas, vestidos de negro, como focas sinuosas, a levantar sobre una tabla, si las corrientes lo permiten, el cuerpo para ejercitarse en el divino paseo sobre las aguas.

Hay muchos eventos, por allí naturales, que en Madrid intentamos sustituir por las poco imaginativas manifestaciones, desautorizadas muchas veces por los pitos y las incoherentes pancartas, enarboladas, en ocasiones, por los verdes vigilantes que se han adueñado del color de la esperanza.

Sin que se nos dé un ardite, conocemos la desaparición de una, diez, mil especies animales que jamás vimos y nunca germinarán olvidados flores y frutos. Ley natural que parece entrar en almoneda, con la amortización de millares de cuerpos vivos. Por el norte, activos ecologistas, empeñados en justificar su existencia y, de paso, la subsistencia, siguen atentos a lo que nadie vigila por obligación y, a veces, se pasan.

Hace años que fue una evidencia la inminente desaparición del oso pardo, gran pescador de salmones, estrangulador de reyes, señor de los panales y poco cuidadoso con su pesada pisada. De alguna parte trajeron, como si fueran turistas ansiosas, a dos hembras que tienen nombre propio, pues aquí, como en los buenos tiempos del paraíso terrenal, todo bicho viviente tiene su denominación: se llaman Tola y Paca.

Por ahora, en el reino animal, para la reproducción es precisa la eventual colaboración del macho y el Principado pidió prestado a los vecinos cántabros un semental que garantice la dinastía. La prensa local viene dedicando el merecido espacio al acontecimiento, con ingeniosa delicadeza. Ellas, las osas, viven desde hace semanas en un coto cerrado y al aproximarse la inevitable época del celo las trajeron al fornido galán, de nombre Furaco, que significa en el habla local, agujero. A la hora de escribir estas líneas, los astures esperan la consumación de los impulsos naturales.

Otro suceso ocupa lugar preferente por el propio derecho de lo insólito: el pueblo de Tarna, en la región de Caso, se ha visto, durante varios días visitado pacífica y pausadamente por uno de los animales más esquivos y recelosos ante la raza humana, también en inminente riesgo de extinción: un mítico urogallo paseó por las calles, entre los paisanos, que fingen indiferencia, lanzando destemplados graznidos y desplegando la redonda y multicolor cola de plumas, en una permanente y poco atendida oferta de sus servicios amorosos.

Supongo que por su bien, el urogallo, a quien por su pacífico talante llaman El Mansín, diminutivo de manso, ha sido detenido por las autoridades de la Consejería de Medio Ambiente y Desarrollo Rural, siguiendo un meticuloso protocolo de captura -para eso están los insomnes verdes- y reintegrado al cantadero de procedencia, de donde el animal se había fugado. No constan declaraciones de El Mansín ni los motivos de su cambio transitorio de residencia.

Reconozco el esfuerzo y la buena fe de los ecologistas, aunque, a veces, patinen. No terminan aquí las historias animalescas, pues si como turistas llegan en verano y levantan la mirada, no será difícil que vean planear majestuosamente algún águila real o un milano que anidan en los altos árboles del litoral, junto a los acantilados cortados a pico. Y si se sientan a despachar una tortilla de patata y unos ricos y elementales freixuelos, puede que vean descender, a la carrera, unas sombras silenciosas: son jabalíes que habitan en la frontera de los humanos, y entre los excedentes y las basuras encuentran suficiente condumio para saciar una ferocidad innecesaria.

Donde se pasan los campeones verdes es en la defensa del lobo, especialmente en las épocas frías. Se resiste a la cohabitación humana, hace escabechina entre el ganado lanar y vacuno y dejan sobre el terreno muestras de que no sólo matan para comer, sino por un extraño deleite en degollar a sus presas.

Están autorizadas algunas batidas, que no acaban de resolver el problema. La voz de los que se ponen al lado de estos carniceros intenta dejarse oír sobre las quejas de los ganaderos que lanzan el viejo y desesperado grito: "¡Que viene el lobo!".

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