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El Paralelo, memoria de libertad

La semana pasada La Cubana organizó un estupendo homenaje al Paralelo. Un ejemplo de "buen uso público" de la memoria. Es decir, de mirar el pasado desde el presente. Recordar el pasado no con melancolía, sino como fuente de conocimiento y pasión para vivir hoy (Gramsci).

Fue una reivindicación de los artistas. Una noche de finales de los sesenta fui a la Bodega Bohemia con Goffredo Fofi, un amigo italiano, crítico de cine y teatro. Los artistas, ancianos, que fueron grandes o modestos, dialogaban con la sala, hablaban más que cantaban, algunos necesitaban ganarse el pan de cada día, otros actuaban por el contacto con las risas y los aplausos del público. Éste entraba en su juego, con empatía y cordialidad. No había lugar ni para la burla ni para la lástima. Eran los artistas los que nos mostraban su superioridad, podían hacer algo que sabían hacer y el público pagaba para ir a verlos. Ellos ganaban, como ganaron los 17 artistas y la octogenaria Sara Montiel, que recordaron su Paralelo. A su manera, todos ellos habían sido buenos, y esta noche, alegre y emotiva, lo fueron una vez más.

Sería estupendo que el Paralelo se reanimara mediante una oferta lúdica vinculada a la inmigración

Recordar el Paralelo es también pensar en lo que fue y en lo que podría ser una de las calles más vivas de Barcelona, que fue un referente mundial y que ahora mantiene sólo encendidas algunas candilejas de lo que fue su luminoso pasado. La patria más sentida de cada uno es su infancia, los lugares que descubrió, la aventura iniciática de "atravesar la calle para salir de casa" (Pavese), las emociones suscitadas por los nuevos entornos conocidos en este viaje a la conquista de la ciudad. El Paralelo fue para las generaciones de la posguerra un espacio de libertad.

En las primeras décadas del siglo XX fue uno de los grandes lugares de las noches europeas. Y lo fue en las décadas tristes, monótonas y represivas de los años cuarenta y cincuenta. El Barrio Chino, hoy Raval, era el espacio de la transgresión, de lo prohibido, percibido por la ciudadanía como más o menos peligroso. A un lado, La Rambla era el lugar del paseo popular; al otro, el Paralelo el de la diversión libre, lugares en los que la ciudad parecía no cerrar nunca, como los bulevares de París y Broadway en Nueva York, o la calle de Corrientes de Buenos Aires, donde la sorpresa podía aparecer en cada esquina y el espectáculo en cada calle, en los teatros y los cabarets, en las terrazas de los bares y cafés. El espectáculo era también la gente.

Descubrí el Chino y el Paralelo a la vez, a principios de los cincuenta. Era un niño que tuvo la fortuna de tener un padrino que frecuentaba policías y delincuentes, marchantes de arte y artistas flamencas, toreros y futbolistas, estafadores y comerciantes de la Boqueria. Con él conocí al atardecer algunas tascas entre La Rambla y el Paralelo. Poco después, a los 11 o 12 años, aprendí a desaparecer de la escuela algunas tardes y, subido al estribo del tranvía 62 para evitar el pago, llegar al Paralelo y contemplar las luces de los teatros de revista a punto de iniciar las sesiones de las seis de la tarde. Desde el Paralelo uno se adentraba en el Barrio Chino y una tarde invernal descubrí el espectáculo de la calle de Robador: bares oscuros, comercios de gomas y lavajes, prostitutas de todos los tamaños. La transgresión no me pareció ni peligrosa ni pecaminosa (me importaba poco si lo era), pero sí pobre y triste. El Paralelo, en cambio, me pareció la cara risueña de una ciudad que no lo era.

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A los 15 años pude disfrutar más del Paralelo. Ya no iba solo. A veces con una chica: llevar a conocer los "bajos fondos" a una estudiante de entonces facilitaba mucho el entendimiento, especialmente si uno se animaba a meterse al anochecer por las callejuelas y descubrir locales como el Cádiz, éxito asegurado. Con algunos amigos nos aficionamos a la revista. Por tres pesetas y a veces por nada entrábamos para hacer de claque. El Cómico, el Apolo, el Español, el Arnau, el Molino, el Victoria y alguno más hacían natural y divertido lo que era prohibido o silenciado en la ciudad gris y aburrida de la escuela y del Eixample. La música alegre, las canciones picantes, los chistes a favor del sexo y más o menos contra la autoridad, la ropa escasa de "las chicas alegres de Colsada que nos traían el buen humor". Fueran de quien fueran, también eran un poco nuestras. Entre lo que se ve y lo que se adivina, un tormento para la imaginación.

El Paralelo no era una zona roja en su acepción latinoamericana, estigmatizada como lugar de delito y pecado. En el famoso Chino, su imagen transgresora, de aventura canalla, reducía el impacto social en la ciudad. El Paralelo era un lugar ciudadano, adonde iban las familias, los sectores populares y medios, y los más acomodados también, y donde se encontraba una diversión distinta. Se exaltaba el amor y el sexo, las referencias a las autoridades políticas o religiosas eran burlonas. Era un espacio informal que nos ayudó a ser libres en un país donde la libertad estaba prohibida.

Ahora el Paralelo mantiene alguna animación: teatros y bares. Es una avenida comercial, una buena infraestructura urbana. Sus calles adyacentes, tanto hacia el Raval como hacia el Poble Sec, están muy vivas. En el entorno se concentran importantes colectivos de inmigrantes, latinoamericanos, magrebíes, paquistaníes y otros... Su influencia en la vida de la zona es visible, no sólo por su presencia en la calle y por los locutorios, también en los comercios y los bares. Sería estupendo que el Paralelo se reanimara mediante una oferta lúdica vinculada a estas poblaciones: teatro, música, baile, restaurantes étnicos, centros culturales, cine latino y oriental, etcétra. El Ayuntamiento nos haría un favor si reprimiera su vocación prohibitiva y su tendencia a devolver la ciudad al grisáceo aburrimiento del antiguo régimen. Los inmigrantes serían más ciudadanos y todos nosotros más felices. Se debería estimular la reanimación del Paralelo. Si no hacen, apoyen. O por lo menos dejen hacer.

Jordi Borja es es profesor de la UOC

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