Paseo del Nocturama
1 - Para continuar viajando, fui a la ciudad de León. Me esperaba allí el Nocturama que había montado mi amiga Dominique González-Foerster. Desde Barcelona, en avión, se tarda una hora en llegar allí. "Cada toma de aliento", decía Schopenhauer, "aparta la muerte constantemente acosadora, con la que luchamos de este modo a cada segundo y luego, a intervalos mayores, cada vez que comemos, dormimos, amamos". Cada vez que viajamos, habría que añadir. Tal vez viajo tan continuamente para presentar batalla continua. Respirar, dormir, amar, viajar, son combates permanentes contra la muerte. Mi viaje al Nocturama de León de mi amiga tuvo, en todo caso, estructura de paseo. Tomé el vuelo a esa ciudad con el mismo espíritu del que sabe que está en el preámbulo de un paseo.
Para continuar viajando, fui a la ciudad de León. Vivir, viajar siempre, ésas son las dos caras de mi misma manía, de mi misma enfermedad. Si hubiera sabido resistirme a lo largo de la vida a cualquier movimiento y viaje -es decir, si hubiera sido alguien que permanece en sí, no cruza los límites de su ser, vive en su fondo, está siempre tumbado; si hubiera sido un ser humano sin nada añadido, un hombre a secas, sin más-, en lugar de haber paseado, de haberme extendido, de haber viajado para apartar la muerte, ¡qué persona más por debajo de la persona que soy ahora sería!
En el vuelo recordé los orígenes del Nocturama que ha creado mi amiga, es decir, pensé en las primeras páginas de Austerlitz, la novela de W.G. Sebald. Allí se habla de la gran cúpula de la estación central de Amberes, que tiene como modelo la del Panteón romano. Mareado por la grandeza de aquella bóveda, Sebald terminó un día por refugiarse en el zoológico cercano, donde echó una ojeada al Nocturama, inaugurado hacía sólo unos meses, y necesitó un buen rato para que sus ojos se acostumbraran a la semioscuridad artificial y pudieran reconocer los distintos animales que, tras las cristales, vivían sus vidas crepusculares, iluminadas por una luna pálida.
Con el paso de los años, las imágenes del interior del Nocturama se mezclaron en la mente de Sebald con las que había guardado de la gran cúpula de la estación central de Amberes. Ésas eran las fuentes literarias que habían inspirado a Dominique el Nocturama que aquella misma noche presentaba en León, en el museo de arte contemporáneo, el Musac.
2
- A media tarde, tras una visita intensa a la extraordinaria iglesia de San Isidoro, donde vi viejas tumbas de reyes, me dirigí con pasos vagabundos y más consciente que nunca de que mi viaje tenía la estructura de un paseo, hacia el Musac. Cuando llegué estaban preparando los altavoces para la gran fiesta de la noche y escuché a todo volumen a The Divine Comedy cantando Tonight we fly. Letra y música de la composición son de una sencillez apabullante. Pero, por lo que sea, siempre que escucho esa pieza pienso en los límites del lenguaje, y vuelo literalmente: "Esta noche volamos (...), sobre las montañas, la playa y el océano/ Sobre los amigos que conocimos, y aquellos que conocemos y aquellos que aun no conocemos/ Y cuando muramos, ¿nos sentiremos decepcionados o tristes de que el cielo no exista?/ ¿Qué nos habremos perdido?/ Esta vida es la mejor que hemos tenido".
Recordé que Dominique suele decir que hay que aprender a creer en las cosas simples. ¿Y qué más simple que esta vida, que es la mejor que hemos tenido? Caminé por el interior del museo, escuché el rumor artificial de la lluvia. Me apasioné con Constelación, un mapa del París lesbiano de los años treinta, la imponente reflexión de Carmela García sobre la ausencia. Observé, me detuve, medí el espacio. Vi luego la biblioteca horizontal dispuesta por Dominique. Actué de la forma en que mi amiga -que ve el arte actual más como una experiencia intensa que como fábrica de imágenes u objetos- prefiere que se paseen por su exposición de cinco grandes salas. Porque para Dominique el arte de ahora es espacio, tiempo, paseo. En su instalación, que tiene estructura de paseo, hay cuatro áreas monumentales que desembocan en el enigmático Nocturama, un fin de trayecto que tiene algo de lugar misterioso, pero también de barracón de feria. Al entrar en él lo hacemos en la oscuridad más completa y la ambientación sugiere una especie de muelle del fin del mundo que a mí me recordó a Samuel Beckett y su último habitante de la tierra, un viejo con una gabardina irrisoria en un solitario dique bajo la lluvia.
Al principio se avanza a ciegas por el Nocturama y da un cierto pánico, incluso temor a despeñarse por un abismo. Pero se trata de penetrar la oscuridad que rodea al paseante y se necesita un buen rato para que los ojos se acostumbren a la oscuridad artificial y puedan ir reconociendo en la cúpula, lentamente, los rasgos incipientes de la aurora boreal, lo que me recordó que una vez Sebald vio en sueños cómo unas llamas brotaban de la cúpula de la estación central de Lucerna e iluminaban todo el panorama de los Alpes nevados.
Una hora más tarde, salía de la instalación de Dominique cotejando el fuego en la nieve de los Alpes con los destellos de mi aurora boreal, y daba un gran rodeo, un largo paseo por la ciudad leonesa. No hay catedral más elegante y más sencilla al mismo tiempo que la de León. Cuando cayó entero el crepúsculo, me retiré al Hostal de San Marcos. Al final del vagabundeo, todavía me quedaban las cicatrices de mi pánico a despeñarme en los límites del paseo de la vida. Tuve entonces un recuerdo para El paseo de Robert Walser, donde a lo largo de la narración todo es muy inocente y optimista, hasta las tres últimas líneas, cuando el autor dice que se ha puesto en pie para irse a casa, "porque ya era tarde, y todo estaba oscuro".
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