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Reportaje:SILLÓN DE OREJAS

Casandra nunca consigue caseta

Manuel Rodríguez Rivero

Ya llega el cortejo, evidentemente. Ya se oyen los claros clarines de las declaraciones bombásticas e hiperbólicas: cada año mejor, cada vez más. ¿Crisis?: pamplinas. Ya llega la gloria solemne de los estandartes feriales. Y no precisamente para anunciar el esforzado viaje por montes y cañadas de don Quijote y Sancho -iconos de una lengua común (y un mercado) de 420 millones de personas- a la última gran feria de la temporada, este año dedicada a Iberoamérica, sino para orgullo y solaz de la entera cadena del libro: desde su auténtica piedra angular (los autores) hasta el motor último que les (nos) justifica a todos, el lector. Pero Rashomon (Ryunosuke Akutagawa) nos enseñó que la verdad, si es que existe, es una suma improbable de puntos de vista. Por eso platico con Casandra, que sigue sin conseguir caseta (se olvidó de mandar la solicitud en plazo) y que me dice que sí, que todo está muy bien, pero que no es Zafón todo lo que reluce. Setenta y cinco años después de su creación, la Feria del Libro sigue sin tener entidad jurídica propia, lo que es un disparate. De ahí que, como en los últimos años, la tensión entre los respectivos gremios de editores y libreros de Madrid, ambos deseosos de protagonismo y control (sobre las cuentas, por ejemplo), alimente la presión de una olla que siempre está a punto de desbordarse. Claro que, siguiendo la tradición, terminará imponiéndose la diplomacia secreta, y todos juntos se irán a celebrar la tregua tomando en un chiringuito ferial cerveza a precio de maleta de Vuitton con Keith Richards sentado encima; y hasta el año que viene, si la cada vez más urgente institucionalización no lo impide. Por lo demás, Casandra, que se queja (como muchísimos libreros) de lo mal que funciona la nueva página de búsquedas del ISBN, y que leyó las declaraciones de José Manuel Lara en las páginas salmón de este mismo periódico, sigue anunciando catástrofes: si el flamante patrón planetario de Editis (estribillo: lara-lara-lá) asegura que el precio fijo caerá ("no podemos mantenernos en una isla"), más vale que los pequeños pongan sus barbas a remojar. Lara y Carrefour (la segunda librería de España tras El Corte Inglés) coinciden en su proyecto de sector. Y los otros grandes, que de puertas afuera defienden el baluarte de la bibliodiversidad, guardan un silencio telúrico. Pobre Casandra, siempre amargada, siempre viendo el vaso medio vacío. Y no fue lo único que Lara dijo: también que le gustaría "entrar" en el texto (la espinita de quien lo tiene casi todo), pero que no hay ninguna editorial en venta (bueno, ya veremos); o que quiere crear (aprovechando, sin duda, el magnífico know how de Editis) un "supercentro de distribución del libro español", lo que suena bien, dadas las actuales disfunciones (pero, pregunta Casandra, ¿controlado por él?), y que ése sería el "mayor servicio que podemos hacer los grandes editores a los pequeños". Puro altruismo. Claro que algunos "pequeños" (en realidad medianos) se dejan querer. Ahí tienen a Anagrama participando con un 34% en la distribuidora planetaria Enlaces, o a Tusquets, compartiendo bolsillo con Random House. Dos históricas de calidad fundadas por editores de raza, y con un pequeño problema común: no tienen herederos y ya llevan mucho tiempo en la brecha. Como Casandra.

Setenta y cinco años después de su creación, la Feria del Libro sigue sin tener entidad jurídica propia, lo que es un disparate

Testimonios

Dice -estamos en 1612- mi amigo Saavedra Fajardo (República literaria): "Habiendo discurrido entre mí del número grande de los libros, y de lo que va creciendo, así por el atrevimiento de los que escriben como por la facilidad de la emprenta, con que se ha hecho trato y mercancía (...), me venció el sueño

...". A mí también me pasa cuando la montaña de novedades me abruma. Y a veces termino por elegir una que me llega de fuera. La lectura de Le jour où mon père s'est tu ("el día en que mi padre se calló", sería la traducción), de Virginie Linhart (Seuil), del que me había informado Félix de Azúa desde su semiexilio ginebrino, me abrió mi viejo apetito por testimonios sobre, o memorias de, comunistas: quizás porque siempre me suscitó curiosidad la mezcla de lucidez y ceguera que, en el siglo pasado, caracterizó intelectualmente a muchos de ellos. La obrita de Linhart, que promete más de lo que da, se refiere a su padre, Robert Linhart, una de las figuras clave del maoísmo francés, que se sumergió en la locura (y el silencio) después de Mayo del 68. El testimonio de la hija proporciona una visión oblicua e ideológicamente despegada de lo que animaba a algunos de aquellos jóvenes revolucionarios empeñados en imponer sus grandes discursos salvadores. Más interés histórico tiene Pedía la luna (Península), las apasionantes memorias de Pietro Ingrao, antiguo director (19471957) de L'Unità y conspicuo miembro de la elite del comunismo europeo durante la guerra fría, que a sus 93 años sigue defendiendo (desde el Partito della Rifondazione Comunista) unas ideas que hasta hace tres décadas movilizaban a 12 millones de votantes y que consideraban propias nada menos que un tercio de los italianos. Qué se hizo de ellos y qué papel juegan en el país del inquietante Cavaliere de opereta es para mí un misterio aún mayor (si cabe) que el destino de los ejemplares invendidos que cada día devuelven los libreros a los almacenes.

Excusado

Discúlpenme la pequeña intromisión bioescatológica, pero, al igual que (imagino) les sucede a algunos de mis improbables lectores, mes semblables, mes frères (et soeurs), hay libros que destino directamente a la pequeña biblioteca del excusado de mi casa. No son muchos, rotan rápido y allí conviven con suplementos dominicales y otras revistas sobrevenidas. El hecho de reservarlos para ese lugar no tiene nada que ver con sus méritos, sino con criterios prácticos: resultan más distraídos y puedo fragmentar más fácilmente su lectura. Suele tratarse de cómics (en este momento me espera allí El manual de mi mente, un álbum antológico del gran Paco Alcázar que ha publicado Reservoir Books), o de ensayos sencillos y divulgativos englobables en el prolífico subgénero de la erudición inútil. En los últimos días ha caído en mis manos El economista naturalista (Península), un singular ejemplo cuyo mayor defecto es su marcado sesgo estadounidense. Su autor, Robert Frank, catedrático en Cornell y columnista de The New York Times, estructura su libro como un prontuario de preguntas y respuestas sobre curiosidades cotidianas con explicación más o menos económica. Hojeándolo me he podido enterar, por ejemplo, de por qué la ropa de mujer se abrocha por la izquierda, cuál es la razón de que la firma de lencería Victoria's Secret saque cada año sujetadores recubiertos de diamantes que cuestan 6,5 millones de dólares y que no compra nadie, por qué es más fácil encontrar pareja cuando se está emparejado, o por qué son exorbitantes los precios de los minibares de los hoteles. Conocimiento trivial que, como las instrucciones de los agentes de Misión imposible, se borrará en los próximos dos segundos. ¡Chas! -

Ilustración de Max.
Ilustración de Max.

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