Chantaje moral
Hasta donde hoy sabemos, un resumen de lo ocurrido podría ser el siguiente: tras la dulce derrota del 9 de marzo, Mariano Rajoy se apresuró a autorrevalidar su liderazgo y a concederse una tercera oportunidad para alcanzar La Moncloa. Consciente de que tales pasos no despertaban entusiasmo entre la vieja guardia heredada de Aznar, el presidente del PP lanzó sobre ésta un plan de jubilaciones anticipadas o inducidas al que se acogieron, con pose dolida y tácitos reproches de ingratitud hacia el jefe, nombres tan conspicuos como Eduardo Zaplana o Ángel Acebes. Paralelamente, Rajoy configuraba a su alrededor un nuevo equipo de confianza, más joven y de talante al parecer más abierto, simbolizado por la portavoz en el Congreso de los Diputados, Soraya Sáenz de Santamaría.
El gesto de María San Gil ha tenido efectos mucho más graves que todos los amagos de Esperanza Aguirre
A esas alturas, la inquietud de la vieja guardia ya era grande, y se tradujo en la tentativa de Esperanza Aguirre de erigirse en rival de Rajoy y disputarle el liderazgo durante el congreso previsto para el mes de junio. Sin embargo, aquel intento pinchó; planteado el duelo como una lucha por el poder, el presidente popular en ejercicio contaba con el apoyo del aparato y de casi todas las baronías territoriales, excepto la madrileña. Es verosímil que fuera entonces cuando alguien (¿Jaime Mayor Oreja? ¿El propio José María Aznar?) decidió situar la batalla en otro terreno más propicio: el de la firmeza de los principios doctrinales y éticos, frente a la presunta blandenguería, al supuesto tacticismo del entorno de Rajoy o del mismo Rajoy. Es ahí donde irrumpió en escena, como el arma secreta del anti-rajoyismo, María San Gil.
Convendrán conmigo en que, desde su anuncio el domingo 11 de mayo de abandonar la ponencia política congresual por "diferencias fundamentales" en el seno de la misma, el gesto de la líder del PP vasco ha tenido efectos y consecuencias muchísimo más graves que todos los amagos de Esperanza Aguirre, unas semanas atrás. Cosa chocante, porque mientras Aguirre preside una próspera y potente comunidad autónoma con el apoyo del 53% de los votantes, San Gil encabeza una oposición menguante, que en los comicios de 2005 perdió cuatro escaños y bajó hasta el 17% de los votos.
Entonces, ¿cuál es la clave del impacto que María San Gil Noain, a modo de proyectil rompedor, ha causado en las posiciones de Rajoy? Por supuesto, es ese intangible llamado autoridad moral. Testigo del brutal asesinato de Gregorio Ordóñez por ETA en 1995, es fama que aquel suceso la impulsó a la actividad política en el seno del Partido Popular, primero como concejal de San Sebastián (1995-2004), luego como presidenciable y diputada en el Parlamento de Vitoria. Naturalmente, todos los electos vascos del PP -y del PSOE- se juegan la vida, todos llevan escolta; pero a San Gil aquel origen sangriento de su vocación, una vehemencia verbal a veces excesiva (por ejemplo, cuando calificó a Patxi López de "fascista", o cuando dijo que "con Franco vivíamos en paz") y un antinacionalismo integérrimo la convirtieron pronto en "la valiente política vasca", en el ídolo de la derecha mediática madrileña, en la Juana de Arco -heroína y casi mártir- del españolismo en Euskadi. Con decir que Paco Umbral la calificó un día de "santa"... Es en esta condición casi sagrada de monopolista de la verdad con respecto al tema vasco, de depositaria del genuino patriotismo español en aquel escenario hostil, que San Gil le ha retirado la confianza a Rajoy asestándole así un durísimo golpe.
Con todo, se supone que no estamos hablando de santos, sino de política, un campo donde debería imperar alguna racionalidad. La propia María San Gil ha admitido, en medio de su desplante, que la ponencia política para el 16º Congreso del PP recoge la práctica totalidad de los postulados que ella abandera. Así debe de ser, pues en los 236 epígrafes que componen dicha ponencia (25 folios) no hay nada, absolutamente nada, que induzca a pensar en un cambio de la estrategia territorial o identitaria del Partido Popular, ninguna base para hablar de un "acercamiento a los nacionalistas".
Todo lo contrario. Impregnan el texto en cuestión una férvida defensa tanto de la Constitución de 1978 como "de la idea, de la realidad, de la historia y del proyecto de España", aderezadas con la afirmación casi obsesiva de la soberanía nacional única residente "en el conjunto del pueblo español". Al mismo tiempo, la ponencia está llena de gravísimas descalificaciones contra los nacionalismos periféricos ("hay fuerzas políticas empeñadas en romper los fundamentos de nuestra convivencia...", "la permanente deslealtad al marco autonómico y sus límites ha otorgado a los partidos nacionalistas una capacidad de arbitraje y desestabilización que no podemos permitir...", "el conjunto de los nacionalismos coincide en intensificar un proceso disgregador de la Nación española"); ataca frontalmente "modelos, como el de Cataluña, (que) plantean relaciones inadmisibles de cosoberanía con el Gobierno de España"; y proclama el "derecho básico e inaplazable" a "estudiar en castellano en todo el territorio nacional y en todas las etapas del sistema educativo". Y bien, ¿qué más debía incluir la dichosa ponencia para inspirar plena confianza a María San Gil? ¿Los Veintisiete Puntos de la Falange? ¿Las arengas de Queipo de Llano?
Tres semanas atrás, y según los medios afines, José María Aznar transmitió a sus allegados que sólo metería baza en la crisis del Partido Popular si ésta se agravaba. Esta semana ha intervenido. ¿Porque las cosas están peor, o porque ya no aguantaba más entre bambalinas?
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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