¡Al matadero!
San Pelayo es el nombre de la ganadería que ayer se presentó en Las Ventas. El propietario es El Niño de la Capea, quien, según el programa oficial, la compró y la puso a nombre de su esposa, Carmen Lorenzo, con la intención de que fuera el hierro proveedor para festejos de rejoneo. Pues la presentación ha sido un fracaso en toda regla. Es difícil reunir a seis ejemplares más mansos, cobardes, rajados, descastados y más inapropiados para el bello arte del rejoneo. Y se supone, claro, que el ganadero eligió a los mejores de la casa para ocasión tan importante. Pues, sin duda, el señor Capea tiene un serio problema, y, entre las soluciones, está que ponga sobre la mesa un expediente de regulación de empleo y mande al paro -es decir, al matadero- a esa plantilla de supuestos toros bravos que tan bajo dejaron el prestigio de la casa. En suma, San Pelayo es una ganadería santificada, pero, en cuanto a sangre brava, está dejada de la mano de Dios.
San Pelayo / Moura, Hermoso, Cartagena.
Toros despuntados para rejoneo de San Pelayo, justos de presentación, mansos, descastados y rajados.
João Moura: pinchazo, rejón trasero y un descabello (silencio); pinchazo, rejón bajo y cuatro descabellos (silencio).
Hermoso de Mendoza: pinchazo, rejón atravesado y un descabello (silencio); rejón caído (oreja).
Andy Cartagena: bajonazo descarado (ovación); bajonazo (dos orejas).
Plaza de Las Ventas. 17 de mayo. Décima corrida de San Isidro. Lleno.
Así las cosas, es fácil colegir que el espectáculo fue tedioso, soso y triste. Porque una corrida de rejoneo con toros descastados y aculados en tablas es como un jardín sin flores, aunque se concedieran tres orejas y uno de los caballeros, Andy Cartagena, saliera a hombros por la puerta grande. La oreja a Hermoso, un regalo de consolación; las dos a Cartagena, el premio a sus ganas desbordantes de triunfo, pero ni uno ni otro hicieron méritos suficientes para que asomaran los pañuelos blancos.
Lo cierto y verdad es que, cuando no hay toros, todo se contagia: los tendidos se enfrían -con lo aplaudidor, orejil y agradecido que es este público-, y los rejoneadores se acomodan o se desesperan.
Nadie va a discutir a estas alturas la calidad contrastada de Moura y Hermoso. Lo que sí es discutible, y mucho, es su ilusión. No hubo toros, es verdad, en la misma medida en que ambos dieron la impresión de estar un poco de vuelta, tristes y desangelados. Desesperados, quizá, por la falta de casta de sus oponentes, clavaron rejones y banderillas como pudieron. Muy sobrios los dos, transmitieron apatía a los tendidos.
Y ésa fue, quizá, la gran oportunidad de Andy Cartagena. Para empezar, demostró que estaba loco por triunfar, y aprovechó el tedio que se apoderaba de los espectadores para levantar los ánimos; arriesgó mucho, se dejó llegar los pitones a las cabalgaduras, y transmitió ilusión. Así lo puso de manifiesto en su primero, en el que entusiasmó con las banderillas cortas al violín y todo lo emborronó con un descarado bajonazo final. Echó el resto ante el parado sexto, le costó un mundo banderillearlo, siempre a la grupa, y encandiló a la concurrencia con el baile de su caballo. Poca cosa para dos orejas. Mató muy mal, pero como el toro cayó pronto, lo sacaron a hombros. Pues mejor para él.
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