"Escribir es tener un chaleco antibalas"
Todas las estadísticas de México están en su contra: 40 periodistas muertos o desaparecidos en siete años; de cada 100 delitos, sólo dos acaban con el culpable en la cárcel; cada 15 segundos -ni ella se escapó- es violada una mujer. Y, en cambio, ahí está, de pie, averiguando dónde esconden los platos en este bufé de hotel de polar decoración, donde el mantel amarillo contrasta con sus ojos castaños. Con ellos, Lydia Cacho (México DF, 1963) ha radiografiado la violencia de género y también investigó en 2005 una red de pederastia con grandes empresarios y políticos encharcados. El reportaje acabó en libro: Los demonios del poder. Desde entonces, un infierno eterno de amenazas y un purgatorio de 22 horas de detención ilegal, calvario que ahora pormenoriza en Memorias de una infamia (Debate). "Es una mezcla de chaleco antibalas, acto de exorcismo y testamento por si acaso; no lo escribí por heroísmo
La periodista mexicana describe el infernal acoso al que le somete el Gobierno
, sino por supervivencia", resume tras haber servido siempre primero (melón, cucharilla, zumo...) a su interlocutor.
Se nota en Cacho (decir que el desayuno es su comida importante pero picotea apenas tres rodajitas de fruta, una dosis homeopática de tortilla de patata y un cruasán liliputiense; suspiros hondos; dos veces un "si llego a vieja"...) un esfuerzo titánico por resistir. "Como de niña, me dan ganas de decir 'no juego más' y salir corriendo; pero es vital para mi comunidad seguir, debo procesar emocionalmente que estoy en un lugar del que no puedo salir. El tequila ayuda. ¿Vamos a por café?". Todo parece irreal, fugaz, en el comedor acristalado. ¿Bromeaba con la bebida? ¿Ya ha acabado de comer? Discurso y manos hipnotizan.
"Nadie puede quedarse con la idea de que los hombres son animales torpes dirigidos por sus penes por la excitación que les provocan las mujeres", había arrancado de buena mañana. ¿Sabemos del origen de esa violencia? "Claro: es la construcción de las ideas". Le irrita lo políticamente correcto: "Es una doble moralina que evita el debate". Y las cuotas femeninas: "¿Cómo las eligen, especialmente las derechas? Forzamos los procesos sociales; eso sólo sirve si va con medidas educativas". Y el establishment: "Tiene más utilidad mi centro de mujeres maltratadas en Cancún que hablar como hice en la ONU: nunca me sentí tan conmovida como inútil a la vez".
Sólo una mirada furtiva altera su discurso cuando alguien pasa cerca. No están aquí los cuatro guardaespaldas a los que vive pegada en México. "Tintada" la leche dos veces con café, se rearma para hablar del secuestrador austriaco Fritzl: "Es la sofisticación de la violencia en los países civilizados: se provocaron procesos intelectuales y funcionales muy rápidos, pero quedaron en el fondo problemas ancestrales; es como lo del partido de pedófilos en Holanda, tan argumentado... Qué moderno, ¿no? La modernidad es un betún sobre un pastel de mierda".
Llega de recoger el premio de la Unesco a la libertad de prensa y de España se lleva dos más: de Casa América Cataluña y de los periodistas valencianos. Su lucha recuerda a la de Anna Politkovskaya, a la de Amira Hass. ¿Por qué siempre mujeres en las batallas más feas? "Me gustaría tener una frase bonita y cursi, pero la verdad es que salimos de las tinieblas y debemos ver y conocer mejor el horror", lanza mientras ladea la negra cabellera. Busca, en la mesa de atrás, a su silente compañero (¿no es quien se nos cruzó antes anónimamente en la cola del café? ¿Cómo llegó ahí?). "Lleva dos años sin entrar en una lencería, sin ir al cine: no tenemos intimidad", confiesa mientras ella es fotografiada. Vale. Pero Lydia no está sola.
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