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Columna
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Museo en cuentas

Es una triste representación para nuestra vida cultural que el Guggenheim ocupe, un día y si y otro también, los titulares de la actualidad no por sus proyectos o propuestas sino por sus cuentas. Y también triste y una desoladora metáfora de nuestra vida institucional el porqué de lo que allí ha sucedido. Lo más grave y significativo del affaire Cearsolo no es el desfalco en sí, que hubiera podido pasar en cualquier parte, sino lo que sólo ha podido pasar aquí: que el director financiero del museo meta la mano en la caja durante diez años, sin que nadie lo advierta por la, también triste, razón de que en todo ese tiempo la Sociedad Tenedora de la entidad no se ha sometido a ninguna auditoría externa. Y se han tenido que dar una serie de circunstancias de efecto dominó: una ruinosa operación de cambio de divisas, la imposibilidad de negar por ello la tan esperada auditoría y la baja de Cearsolo, para que el escándalo salte a la luz pública. Esperemos que esa luz se quede, que la claridad y la transparencia acompañen de ahora en adelante la gestión y el control del Guggemheim Bilbao,que, por otra parte, tanto bueno ha aportado a su ciudad y a Euskadi.

También convendría revisar la relación que la sociedad vasca tiene con su Guggenheim

Aprovecho que el museo está tan metido en cuentas para ensanchar el debate contable. El pasado enero, Juan Ignacio Vidarte presentó las cifras de visitantes del museo en 2007: más de un millón, aunque un 0,6% menos que el año anterior. Pero incluyó también un dato preocupante: el número de visitantes vascos ha seguido bajando y representa sólo el 6% de ese total. En estos momentos de repaso al museo, creo que también convendría revisar la relación que la sociedad vasca tiene con su Guggenheim y las razones de que lo visite cada vez menos. Este progresivo abandono ciudadano tiene, a mi juicio, dos motivos principales. Por un lado es reflejo o secuela del síndrome inmobiliario que afecta a nuestra vida cultural: las instituciones responsables tienden a presentarnos continentes más que contenidos, edificios más que obras o criterios de cultura. Y así la construcción del Guggenheim, el edificio en sí, ha ocupado tanto protagonismo que se ha convertido para muchas personas en un fin en sí mismo; en lo que había que ver y que, por lo tanto, una vez visto no tiene por qué merecer más visitas.

La segunda razón es que las entradas son carísimas, mucho más caras que las de los museos equivalentes de nuestro entorno. Una comparativa con el Reina Sofía, el MACBA y el IVAM resulta particularmente ilustrativa. Una pareja con un hijo de 13 y otro de 17 años, por ejemplo, pagaría en Madrid 12 euros, 22,5 euros en Barcelona y 6 euros en Valencia; mientras que en Bilbao tendría que abonar 40. Una persona jubilada o en paro entra gratis en cualquiera de esas ciudades; en Bilbao paga 7,5 euros. En todos los museos citados existen días de acceso gratuito; en nuestro Guggenheim, no.

Ahora que por fin se están auditando las cuentas del museo, se debería realizar también una revisión a fondo del fondo del asunto: de los objetivos que debe perseguir y conseguir un museo que recibe importantes cantidades de dinero público; de su apertura a la sociedad en la que se asienta; de cómo tiene que responder ahora mismo a las apreturas de las economías familiares, para que la gente no tenga que privarse también de ese alimento... Una reconsideración, en definitiva, de lo fundamental.

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